En Cataluña ya se vive la campaña electoral que, de hecho, nunca ha dejado de existir. Aquí se vive esperando lo que ha de venir, como si supusiera una esperanza de mejora. Los catalanes estamos instalados permanentemente en el limbo de lo imaginado, de lo deseado. Cualquier cosa menos aceptar la realidad. Si hiciéramos eso, la mayoría de los políticos de mi tierra tendrían que dedicarse a la siega del pepino o a la papiroflexia, porque son incapaces de afrontar los hechos. Refugiarse en la ensoñación de lo anhelado ha sido siempre la salida fácil para el mediocre talento de los políticos, lo que se comprende cuando uno repasa la fila de quienes se ocupan de los asuntos públicos en la Generalitat. Pero que eso le acomode al electorado supone alguna cosa más peligrosa, pues significa que la gente de la calle también desea instalarse en un paraíso artificial en el que las cosas sean como uno las piensa y no como se empeñan en ser.
No parece que algo nuevo pueda surgir de unas elecciones catalanas, sean cuando sean, porque las fuerzas políticas están tan viejas y manoseadas que, incluso, cambiando las siglas, los resultados serían los mismos. Cero por cero siempre es cero, y lo mismo da que Esquerra sume con unos que con otros. Algunos argumentarán que no sería lo mismo un tripartito de los de Junqueras con los de Iceta y los de Colau que una repetición de la entente entre neo convergentes y republicanos, incluso apoyándose en los podemitas. Pues se equivocan, daría igual. Cualquier combinación no cambiaría el problema nuclear de la política catalana, que son las banderas, las singularidades, las especifidades o los hechos diferenciales, porque todos esos partidos citados se las creen y las defienden con denodado empeño, más allá de las diferencias que caben entre un maletero, una celda en Lledoners o un baile por lo Freddy Mercury.
Estamos condenados a repetir lo mismo con casi los mismos y a hacer las tonterías habituales. No vamos a tener zapatos nuevos por más comicios que se convoquen
Otra cosa sería si la propuesta de ir en una misma lista Ciudadanos y PP tuviera el suficiente peso como para aglutinar alrededor suyo al electorado que está harto de independencias y jornadas históricas, de sentirse forastero en su propia tierra y de verse despreciado por el régimen autonómico. Para que esto sucediera, el votante de Ciudadanos debería seguirle siendo fiel y revalidar el millón de sufragios que obtuvo Inés Arrimadas y no fugarse hacia el PSC o el sofá de su casa. Es, nos tememos, tarde, muy tarde, porque se perdió demasiado tiempo en politiquerías, en aventurarse por esos cerros de Úbeda de lo soñado tan peligrosos. En la formación naranja se puso en práctica una hégira hacia el Madrid soñado por todos los líderes de provincias que, ¡ay!, resulta después tan árido y tan poco acogedor ante los trucos de feriante de quien está acostumbrado a actuar ante públicos más inocentes. Porque se puede ser notable en tu pueblo, tanto como se quiera, pero en la capital del reino están acostumbrados a ver de todo: sirenas contables, forzudos de plastilina, hombres bala de ínfimo calibre e incluso traga sables en forma de estelada.
Y es que todo es tan monótono y sabido que, por más elecciones que se produzcan, nada tendrá que cambiar. Estamos condenados a repetir lo mismo con casi los mismos y a hacer las tonterías habituales con el agravante de pretender que son algo novedoso. No vamos a tener zapatos nuevos por más comicios que se convoquen. Además, muchos pensarán que los zapatos viejos ¡son tan cómodos, tan hechos a nuestros pies deformes a fuerza de no saber andar como se debe! ¿Para qué cambiar, entonces? Ese es el gran asunto, nos ofrecen zapatos viejos como si fuesen nuevos y, encima, más caros. Y los nuevos inspiran el temor a provocar ampollas.