Y yo, puesto que pienso ir a votar el 28-A, también. El espectáculo de la política, en un momento transcendente para España, está al nivel de la lucha libre que llaman pressing catch y en la que nada es lo que parece. Pero si quieren un paliativo que les anime algo y rebaje su responsabilidad en la farsa que entre todos hemos montado no hagan como yo esta mañana, no pongan en el buscador de Google un texto parecido a este: las mentiras de Pablo Iglesias, las mentiras de Albert Rivera, las mentiras de Abascal, las de Casado o Sánchez. No lo hagan porque semejante actividad tiene efectos y no secundarios. El primero es que perderá el día porque el recopilatorio de mentiras es infinito. Y aburrido. El segundo, y más grave, es que la desafección al voto se hace presente se forma inevitable. No sé ustedes, pero ahora que el bipartidismo está roto y que hay tres partidos más en liza, el voto, el acto mismo de votar, se me antoja una entelequia.
Descartado el voto en blanco y la abstención por inservibles, y queriendo como quiero participar el 28-A, mis opciones se estrechan tanto que se resumen en una: el que menos mienta merecerá mi confianza. Pero, ¿se puede votar así? ¿Qué ha pasado para que el elector se haga cómplice de la mentira sabiendo como sabe qué vota a un mentiroso? Porque esa es otra, todos, y los que militan en un partido son los primeros, sabemos que estamos normalizando la mentira con una naturalidad que ya no espanta a nadie, pero que tendrá consecuencias. Y lo hacemos sin rubor, asumiendo que es el mal menor y repitiéndonos para digerir el mal trago que la democracia es el sistema menos malo de todos los que conocemos. Por eso deberíamos saber que votar en España en este momento te da derecho a algunas cosas, pero no a la decepción cuando se tiene tanta información. Aquí nadie te devuelve nada si no quedas satisfecho. Que así será. De repente te conviertes en un cómplice de las intenciones que unos y otros esconden a menos de tres semanas del día de los votos.
¿Usted qué propone?
Y claro, con todo el derecho del mundo el lector podría preguntarme: bueno, sí, de acuerdo, ¿pero usted qué propone? Y mi respuesta entonces me descubre como una herramienta inútil capaz sólo de escribir sobre lo que pasa. Mi respuesta es nada. No propongo nada. Votar al que menos mienta acabo de decir, pero eso es un contradios que no lleva a ninguna parte.
Hubo un tiempo, allá por la Transición en que nuestra candidez como electores nos obligaba incluso a leer los programas electorales, como si allí hubiera algo de verdad. Luego vino Tierno Galván y dijo aquello de que los programas se hacían para no cumplirlos y empezamos a entender de qué va esto. Hasta hoy, en que no sabemos si quedarse quieto es el mejor favor que podemos hacernos, a nosotros y a España.
El espectáculo es tan poco noble que según aseguran las encuestas los menos motivados son aquellos que por primera vez están en situación de poder votar. Ya sabe uno que no ha de llorar por la leche derramada, pero qué lejos aquellos tiempos en que te temblaba la mano al echar el voto a la urna.
Iré a votar, eso creo. O no, que también creo eso. Sin ánimo, sin ganas y sabiendo de antemano el resultado
Iré a votar, eso creo. O no, que también creo eso. Sin ánimo, sin ganas y sabiendo de antemano el resultado. Cuantas más mentiras más votos. Que Sánchez, que no había hablado hasta ahora de Cataluña, se vea obligado a decir que con él en La Moncloa no habrá independencia, ni referéndum, sólo Constitución, obliga a uno a tocarse el bolsillo de la cartera y a taparse la boca para evitar la carcajada, porque siempre es mejor la risa que el llanto. Se pone categórico aquel que iba a convocar elecciones al llegar a la presidencia del Gobierno. Si aún así consigue la mayoría para gobernar, qué pensar entonces de aquellos que aseguran que el pueblo nunca se equivoca. Si Rivera se mantiene en sus trece de que no apoyará al PSOE de Sánchez y sabe como sabemos los demás que es mentira, qué pensar entonces de aquellos que aseguran que el pueblo nunca se equivoca. Si Abascal, Si Casado, si Iglesias… Qué pensar de ellos y qué de nosotros, los convocados a la gran cena de los idiotas.
Asegura el filósofo Antonio Valdecantos en El País que "la verdad es un huésped inoportuno para el que no hay sitio en casa. Se la reconoce porque obliga a cambiar de amigos y porque causa grave lesión a identidades, individuales o colectivas, dispendiosamente alimentadas durante mucho tiempo". Valiente diagnóstico el de Valdecantos para un país en el que no hay lugar para tanta mentira. O si, vaya usted a saber.