En los últimos días hemos visto que, para justificar la aberrante propuesta de crear una empresa pública como instrumento para combatir la escalada de precios de la energía, una significada dirigente de Podemos argumentaba la pretendida bondad de lo propuesto atacando a las empresas privadas en base a que el objetivo de éstas es maximizar su beneficio. Pues claro. ¡Faltaría más! Entre otras cosas porque obtener beneficios es la razón por la que algunos ciudadanos deciden asumir el riesgo de iniciar una actividad empresarial y, corolario de lo anterior, el beneficio obtenido es un indicador de la eficacia en la gestión realizada. Parece que la izquierda española desconoce que el éxito empresarial privado acaba revirtiendo automáticamente en beneficio social. Entre otras cosas, por la creación de puestos de trabajo que origina o por los recursos que traslada al Estado en forma de pago de impuestos.
Este beneficio social, objetivamente cierto y estadísticamente demostrado, es ignorado en el planteamiento naif y trasnochado de la izquierda española para la que cualquier empresario es sospechoso de ser poco menos que un esclavista o un negrero. Sospecha que aumenta de modo directamente proporcional a la dimensión del éxito empresarial obtenido en cada caso. Como evidencia, basta recordar la furibunda y repugnante reacción de los dirigentes de Podemos ante los donativos a la sanidad pública realizados por Amancio Ortega.
En realidad, la prevención y el resquemor hacia la empresa y el empresario tiene un atrabiliario arraigo en la sociedad española. A diferencia de lo que sucede en otros países, en los que el éxito empresarial previo constituye un activo para el individuo que aspira a desempeñar puestos de responsabilidad pública, en España pareciera que ser empresario supone una limitación cuando no una inhabilitación para ejercer en política. Consecuencia, en España no hay apenas políticos que conozcan el mundo empresarial y así nos suele ir.
Las series españolas retratan al empresario como un ave de rapiña que, sin ningún escrúpulo ni respeto a cualquier regla legal o ética, busca su beneficio a costa de lo que sea
Si nos fijamos, existen múltiples manifestaciones de la consideración negativa al empresario que inunda las raíces de la sociedad española. Pero como muestra simpática, podemos reparar en el guion de algunas de las series televisivas de más audiencia. Así, mediante el visionado de cualquier capítulo de La que se avecina, el telespectador percibirá que, entre todos los personajes de la serie, el más execrable de todos es el empresario (Antonio Recio, mayorista que no limpia pescado). Reúne simultáneamente el universo de los pecados capitales. Algo similar sucede si se procede a ver un capítulo de la serie Aida. En este caso, también se concitan en el empresario (Mauricio Colmenero, propietario del bar Reinols que, aunque no lo parezca, debe su nombre al célebre actor norteamericano Burt Reynolds) los peores vicios y defectos que pueda tener un ser humano. En broma (o en serio), los guionistas de ambas series retratan al empresario español como un ave de rapiña que, sin ningún escrúpulo ni respeto a cualquier regla legal o ética, busca su beneficio a costa de lo que sea. Vamos, igual que lo perciben los dirigentes de Podemos.
La realidad es bien otra. Cuando un individuo decide iniciar una aventura empresarial, además de tener una idea o proyecto, debe asumir el riesgo de las posibles pérdidas, haber comprometido su patrimonio (arriesgándose a perderlo), y aportar ilimitadamente su esfuerzo y su trabajo (con frecuencia, el de sus familiares). Con todo, solo un porcentaje moderado de las iniciativas empresariales tiene éxito y, con ello, la obtención del beneficio empresarial, ese oscuro objeto de la ira y el rencor de la izquierda española.