Este fin de semana almorcé con un amigo que tiene una mucama, una señora que le presta servicio en casa desde hace más de una década, a la que paga 920 euros y que está literalmente feliz. En realidad le paga más, porque tiene que ingresar al mes los 300 euros adicionales correspondientes a la Seguridad Social. Aunque el pacto representa un enorme sacrificio le compensa, y es un contrato win-win, como dicen en las escuelas de negocio. ‘Todos ganan’: mi amigo está encantado y la inmigrante dichosa de haberse labrado una vida digna en el país… hasta ahora. Digo hasta ahora porque la subida del salario mínimo a 950 euros, junto al incremento adicional de la Seguridad Social, rebasa el límite de lo que mi amigo se puede permitir. O bien la mucama se aviene a seguir cobrando lo mismo, y hacer la vista gorda a la ley infame, o tendrá que despedirla, liquidando una relación de conveniencia más que fructífera.
El ejemplo que les pongo no es un trance insólito. Será muy frecuente en adelante. Es la situación que los idiotas de la izquierda y las élites que los amparan desprecian con soberbia desde su torre de marfil. El pasado 19 de enero, Joaquín Estefanía, que ahora ha vuelto a ser el poder fáctico del diario El País, el diario del régimen, escribió un artículo en el que afirmaba: “El hecho principal es que vivir con 900 euros de salario asegura una vida de estrecheces. Quien crea lo contrario, que enseñe su nómina. Todas las demás consideraciones sobre el salario mínimo son secundarias”. Pues no, querido Joaquín. Para empezar, el primero que no ha enseñado jamás una nómina, hablando de estas cuestiones tan delicadas, es él, que ha cobrado durante siglos un dineral en su periódico por escribir todas las semanas el mismo libelo contra el capitalismo. Pero es que, además, en muchas regiones de España 900 o 1.000 euros pueden estar muy próximos a la renta media de la zona. ¿Es esto bueno, es malo? Responder a esta pregunta en el fondo compleja no es sencillo.
Eso no impide que mi mucama esté satisfecha con los 920 euros que cobra. Para ella, la decisión adoptada por el Gobierno puede significar pasar de vivir decentemente a incurrir en el desempleo
El propósito más importante de cualquier nación que se precie debe ser precisamente el de elevar su renta per cápita hasta alcanzar lo más pronto posible la de los países más prósperos de la UE, pero ello exige ineluctablemente aumentar la productividad de las personas, y esto último requiere de una mano de obra altamente cualificada y formada. Por desgracia la mucama de mi amigo tiene un potencial de productividad discreto, y no hacen falta grandes alardes para la clase de tareas que desempeña, pero eso no impide que esté satisfecha con los 920 euros que cobra. Para ella, la decisión adoptada por el Gobierno puede significar pasar de vivir decentemente a incurrir en el desempleo. Pasar de ser relativamente feliz a ingresar en el lumpen social sólo porque unos intelectuales demasiado acostumbrados al caviar han decidido arreglar el mundo sin preguntarles su opinión ni tenerlos en cuenta.
La subida del salario mínimo será también un drama para los autónomos y para las pequeñas empresas, sobre todo si esta clase de compañías opera en regiones como Andalucía o Extremadura, que son las más postergadas de la nación. Simplemente, las están abocando a la economía sumergida, fomentando la expansión de los contratos a tiempo parcial y de los contratos temporales, o sencillamente las están desplazando a destinos menos hostiles y cercanos como Portugal, donde el salario mínimo es notablemente inferior. La subida del salario mínimo puede ser también letal para el turismo, la primera industria del país -con la pléyade de empleados que acarrea-, según le dijo a la cara de cemento armado del presidente Sánchez Gabriel Escarrer, consejero delegado del Grupo Meliá y presidente de la patronal de las empresas del sector, durante la inauguración de Fitur.
Una verdadera salvajada
Pero les da igual. Los comunistas que nos gobiernan, y las élites intelectuales que los apoyan, están vacunados contra la evidencia empírica y los baños de realidad. La idea de los escribas de la izquierda -incurriendo en el deshonor de dar pátina y respetabilidad a los mensajes de Podemos de que el aumento de los salarios elevará la demanda interna y de manera correlativa la facturación de las compañías- es de una ignorancia colosal, o quizá peor, puede que sea producto de la mala fe. Como el aumento del salario mínimo provocará inevitablemente desempleo entre aquellas cohortes de trabajadores que no sean capaces de justificar la nueva retribución con el valor añadido que aportan; como el aumento del salario mínimo multiplicará la economía sumergida y la pérdida de ingresos para la Hacienda Pública, esta medida, que es una completa salvajada, no sólo tendrá efectos perniciosos sobre el déficit público sino que además minará el potencial de consumo de todas aquellas personas que ahora trabajaban voluntariamente al precio convenido y que serán expulsadas del mercado laboral por mor de la decisión criminal del Gobierno que dirige la nación.
Todos los más desamparados, los trabajadores en situación más frágil, aquellos con peor formación así como los que están en circunstancias más precarias serán los que más van sufrir con esta apuesta pretendidamente humanitaria, en opinión de las élites progresistas, a las que poco importa que el Banco de España haya alertado reiteradamente de las nocivas consecuencias sobre el empleo del aumento del salario mínimo -que al fin y al cabo el banco emisor es el representante genuino del consenso neoliberal-. Tampoco se paran en barras después de que el servicio de estudios de BBVA, que es el más importante del país, haya pronosticado hace muy pocos días que la subida del SMI impedirá como mínimo la creación de 45.000 puestos de trabajo, pues este banco no deja de ser una empresa más del perverso Ibex 35.
Iglesias, Podemos, la ministra comunista de Trabajo y el Garzón que adorna la cartera deletérea de Consumo, saben perfectamente que el alza del salario mínimo generará inexorablemente paro
Estos chicos universitarios leninistas y revolucionarios que ahora forman parte del Gobierno, y la izquierda intelectual con canas que les respalda desde el púlpito, quieren seguir adelante como sea porque están implicados y comprometidos con la subversión. ¿Ustedes creen que el patético vicepresidente segundo del Gobierno, el señor Iglesias de Podemos, desconoce los datos y las amenazas que no sólo la evidencia empírica, sino el más elemental sentido común, apuntan sobre el aumento disparatado de la retribución legal? Por supuesto que lo sabe. Iglesias, Podemos, la ministra comunista de Trabajo y el Garzón que adorna la cartera deletérea de Consumo, saben perfectamente que el alza del salario mínimo generará inexorablemente paro, y que, al mismo tiempo, inducirá un empleo mucho más precario que el actual. Pero los anima algo bastante más importante de cara a perseguir y finalmente alcanzar sus objetivos genuinos.
Están persuadidos de que eso incrementará el descontento social y la desafección popular y que por tanto engordará la bolsa de sus potenciales votantes, que exigirán más ayudas del Estado y la clase de subvenciones que estos irresponsables están dispuestos a defender sin que les importe un comino la estabilidad presupuestaria. Están en la estrategia de cuanto peor mejor. La mucama de mi amigo y todos los que van a padecer lo indecible en los nuevos tiempos pueden ser, según la tesis que sostengo, un apoyo adicional camino de la revolución y del cambio de régimen, que es el propósito fundacional y el objetivo último de Podemos, de Iglesias y de los secuaces que lo acompañan.
Pero aún hay un hecho más desgraciado en toda esta historia de terror, y es que la patronal de empresarios CEOE haya dado su bendición a esta diabólica subida del salario mínimo de 900 a 950 euros, y que además su presidente, el melifluo señor Garamendi, quiera venderla públicamente como un éxito -haber evitado que en vez de 1.000 euros sean “sólo 950”- lo que es una condena y una sentencia de muerte para miles de autónomos, para miles de pymes, para el sector del turismo de manera señalada, y para miles de negocios discretos que son el nervio del país. Esta actitud acomodaticia, servil y pastueña de los supuestos representantes de los empresarios supone un descrédito mayúsculo para la CEOE, que hace tiempo que ha perdido el norte, que hace a menudo declaraciones grandilocuentes aparentando enseñar las garras pero que finalmente se hinca de rodillas y se baja los pantalones ante el Gobierno más inquietante de los soportados en España desde el inicio de la transición.