Un día escuché que leer es el único acto soberano que nos queda. Supongo que el autor de la afirmación, de cuyo nombre no consigo acordarme, se refería a que la lectura es un acto de libertad en medio de nuestras cómodas sociedades modernas, donde todo está condicionado, determinado, en puridad decidido por otros. Pero, como vivimos bien, no nos preocupa ser gregarios de quienes manejen a su antojo nuestros destinos. En el actual estado de confinamiento, con nuestros hábitos restringidos, el único acto soberano que nos queda es tirar la basura.
En las familias enclaustradas, como la mía, toda la soberanía es ostentada por los niños. Ellos son los que ordenan y mandan. Todo, desde el horario hasta las cosas que pueden hacerse pasando por la forma en que deben hacerse, está forjado como desean esos amados déspotas. Decía Luis Cernuda, hablando del amor, aquello de "libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío". Pero el gran poeta sevillano sobrevaloraba el amor carnal. No hay amor más fuerte que el que sientes por un hijo. Y los padres estamos presos en los pequeños.
No hay tiempo para leer poemas cernudianos o novelas porque, cuando llega la noche y el mocoso duerme, las fuerzas son escasas. Los enclaustrados podemos salir a comprar, sí, pero sólo a determinadas tiendas (supermercados, fruterías, farmacias) y con exhaustivos y necesarios controles. Al ir a la compra o al trabajo te puedes encontrar con policías que te van a pedir explicaciones —ojo, sólo están haciendo su trabajo— y la cosa puede acabar en situaciones embarazosas. Ya no cuelan los trucos como pasearse con la barra de pan (que se lo pregunten a ese hombre de Ciudad Real multado por ir a tres panaderías distintas) o decir que vives en otra parte, aunque aún hay quienes pasean al perro eternamente sin sanción alguna.
Sin embargo, tirar la basura, en el absoluto silencio de la noche, no está proscrito ni es tan difícil, entre otras cosas porque ningún policía va a preguntarte por las bolsas repletas de residuos. De alguna manera estamos empezando a disfrutar de ese acto tan poco atractivo que es deshacerse de los desperdicios. Como el coronavirus le da la vuelta a todas nuestras convicciones, ahora nos encantaría tener los contenedores más lejos del portal, cuando siempre los queríamos al lado y nos quejábamos si teníamos que andar demasiado.
El caso es que, reflexiones aparte, he decidido contarles qué me ocurrió al bajar la basura en las primeras horas del sexto día de confinamiento. Serían las dos de la madrugada. Yo estaba en el sofá viendo una película para relajarme tras el largo Día del Padre que ya les conté. De repente, caí en la cuenta de que tenía que bajar. Me levanté venciendo al cansancio, preparé las bolsas y bajé para cumplir con mi obligación de reciclar, aunque fuera a una hora intempestiva.
Cuando introduje cada una de las bolsas en el contenedor correspondiente, me quedé unos segundos parado, observando la quietud circundante. Al darme la vuelta encontré a alguien que no esperaba a sólo un par de metros de mí.
—Hola, ¿qué tal estás?
—Hola, papá.
Me olvidé de cualquiera de las recomendaciones del Ministerio de Sanidad y me abalancé sobre él. Nos fundimos en un abrazo que no quería que acabase. Volví a notar el calor de sus mejillas y la fuerza de sus grandes manos y la solidez de su fornida espalda y el sabor de su aroma. Derramé mi emoción y no pude soltarle durante un período de tiempo indeterminado.
Al despertarme, confuso y sobresaltado, vi los títulos de crédito de la película y entendí que no me había movido del sofá. Pensé que pese al coronavirus todavía nos queda soñar.