El desfile del 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional, estuvo pasado por agua y esa adversidad meteorológica obligó a suspender los saltos paracaidistas, el vuelo de la Patrulla Águila y la exhibición de la Fuerza Aérea. A las unidades de a pie les correspondió aguantar la adversidad meteorológica que, por momentos, alcanzó intensidades de diluvio. Lo hicieron impasibles, sin prenda adicional alguna que les protegiera de la lluvia. Por eso, los generales, jefes y oficiales quedan obligados a comparecer con la misma uniformidad que la tropa, sin ventajismo alguno. También debieran haberse presentado sin protección frente a la lluvia quienes, fuera de la cadena de mando militar, tienen autoridad superior sobre las Fuerzas Armadas, es decir, la ministra de Defensa y el presidente del Gobierno, aunque su condición civil les excluyera de atenerse a esas estrictas prescripciones. En esa línea, José Luis Martínez Almeida, alcalde de la Villa, se presentó a cuerpo gentil sin obligación alguna, pero a la ministra de Defensa le sobraba la gabardina y el paraguas y al presidente del Gobierno, el anorak con capucha que lucía.
Más allá del torpe aliño indumentario aquí descrito, lo que invalidaba el desfile del sábado era la ausencia de público. Porque sin público un desfile queda desnaturalizado. Sin público pueden hacerse maniobras o ejercicios militares, pero nunca un desfile. Los desfiles son sobre todo la ocasión para que el público se aproxime a sus soldados, aclame sus victorias cuando vuelven de conseguirlas y rinda homenaje al sacrificio que han ofrecido en la defensa de sus compatriotas. Y ese homenaje que haya de rendírseles sin la presencia y cercanía del público es imposible. De ahí, el sinsentido de que desde primera hora de la mañana del sábado 12 se estableciera un exhaustivo dispositivo de vallas y un despliegue policial complementario con el objetivo de distanciar al máximo al público de los uniformados que desfilarían más tarde.
Al acotar y despejar por completo el espacio comprendido desde Cibeles, al Norte, hasta el Botánico, al Sur; desde la calle de Alfonso XII, al Este, hasta la carrera de San Jerónimo, al Oeste, eliminando a los viandantes y posible público interesado en el acontecimiento, la parada militar quedaba envasada al vacío. De este modo, los soldados solo pasaban ante la tribuna del Rey y de las otras tres reservadas a las altas autoridades del Estado, representaciones de las Comunidades Autónomas y cuerpo diplomático acreditado. En ediciones de años anteriores se habían dispuesto otras tribunas con mayor capacidad destinadas a un público considerado afecto que, contra pronóstico, optaba por sumarse a las protestas que suscitaba la aparición del presidente Sánchez. De ahí, que se haya preferido suprimirlas.
El dispositivo se ha ido afinando, se ha ampliado la distancia, alejado el público, buscado un lugar delimitado por edificios oficiales, en cuyos balcones y ventanas no puedan asomar vecinos hostiles o impertinentes y se ha suprimido el anuncio que se hacía por los altavoces de la llegada del presidente del Gobierno para evitar que al hacerlo se excitaran los ánimos y se corearan gritos de ¡fuera!, ¡fuera!. Además, se ha encontrado una senda para que Pedro Sánchez tenga acceso a la plaza de manera casi furtiva por donde nadie le espera: bajando por la calle de Felipe IV desde su confluencia con la de Alfonso XII. Cuanto mejor cambiar el día de las protestas en vez de concentrarlas en la celebración de la Fiesta Nacional. Pero el objetivo principal de insonorizar el desfile sigue sin conseguirse porque a los asesores múltiples de Moncloa les falta por averiguar todavía que la clave está en cerrar los micrófonos de ambiente de RTVE. Señalemos finalmente que la falta de aviones y helicópteros para nada se compensaba con el añadido de vehículos sin sentido, algunos con el logotipo propagandístico de La Caixa, que estaban de sobra. Atentos.