Allá por el siglo IV a. C. Platón narraba en el diálogo Protágoras la discusión entre Sócrates y el sofista de Abdera en torno a la posibilidad de enseñar la virtud. Protágoras afirmaba no sólo que era posible, sino que él sabía cómo hacer de los hombres buenos ciudadanos. Sócrates ponía en duda que pudiera existir tal capacidad, puesto que la virtud es algo más complejo que una pericia manual. El buen carpintero producía buenos carpinteros, el buen escultor producía buenos escultores, mientras que el buen ciudadano podría producir tal vez buenas obras o buenas decisiones, pero no necesariamente buenos ciudadanos. Sencillamente, no creía que algo así fuera enseñable.
A comienzos del siglo XXI Ada Colau, una alcaldesa de Barcelona, se ha propuesto enseñar a los ciudadanos a ser buenos hombres. Ella, tal vez inspirada por Protágoras, cree que es capaz de proporcionarles una educación que los haga no mejores -algo poco ambicioso- sino buenos. Es una diferencia importante, aunque parezca lo mismo. Es importante porque en su deseo de fabricar hombres buenos va implícita la creencia de que hay maneras malas de ser hombre -no persona-, y por tanto maneras de ser hombre que deben ser identificadas y corregidas. También es irónico, porque de malos hombres la alcaldesa sabe bastante.
El agresor fue condenado, salió de la cárcel, se mudó a Zaragoza y allí agredió a otro hombre; esta vez no fue una pedrada sino un asesinato, el de Víctor Laínez
Ada Colau decidió hace un año mantener el premio que la ciudad de Barcelona concedió a Ciutat Morta, documental en el que se defendía la inocencia de Rodrigo Lanza. Lanza es un hombre que en 2006 arrojó una piedra a otro hombre, Juan José Salas. La víctima de la agresión era un policía urbano, tiene cuatro hijos y quedó tetrapléjico como consecuencia del ataque. El agresor fue condenado, salió de la cárcel, se mudó a Zaragoza y allí agredió a otro hombre; esta vez no fue una pedrada sino un asesinato, el de Víctor Laínez. Y fue un asesinato por motivos de odio, fundamentado en la ideología (en la de Lanza, claro, aunque la tipificación del delito no entre en esas concreciones).
La ciudad del odio y la discriminación
Ada Colau se ha propuesto educar a los hombres en las buenas masculinidades porque al parecer "los discursos del odio y la discriminación están entrando en las instituciones pero en Barcelona no son bienvenidos". La verdad es que la frase, cuando se pone en su contexto, marea. Barcelona es la capital de una comunidad autónoma en la que el odio y la discriminación alcanzan niveles que no se ven en el resto del país. No están entrando en las instituciones; forman parte esencial de ellas. Pero Colau matiza, concreta: se refiere sólo al odio y la discriminación de carácter LGTBIfóbico. Los otros tienen vía libre, como hasta ahora. Y en algunos casos, además de vía libre tienen premios y votos.
Evidentemente, los malos hombres en los que piensa Colau no tienen el perfil de Rodrigo Lanza. En el caso del asesino coinciden agravantes que para muchas personas siempre fueron más bien atenuantes. Hay hombres que insultan o agreden debido a su masculinidad negativa, y hombres rebeldes que agreden o asesinan en nombre de ideales positivos. Y, hombre, no es lo mismo. No es lo mismo un Lanza o un Otegi que un tipo que odia con perspectiva de género, un trabajador que arroja un piropo o un hombre que no llora en público. Los que pertenecen a este último grupo -la composición del conjunto, en el que caben tanto hombres que dan palizas como hombres "poco sensibles", es un detalle importante- son los alumnos llamados a llenar las aulas de Colau.
Seguramente Sócrates tenía razón en su disputa con Protágoras. La virtud no se alcanza asistiendo a lecciones de hombres cultos como el sofista, tampoco con las palabras de ciudadanos sabios como Sócrates, ni siquiera leyendo a filósofos como Platón. Si en lugar de eso lo que se ofrece son talleres organizados por personas con los valores de Ada Colau o de activistas como Pamela Palenciano, entonces la tarea no es que sea imposible, sino que se convierte en una farsa.
Hace un par de años la marca Gillette lanzó una campaña para asociar sus productos con un mensaje positivo, en una época en la que la masculinidad, decían, estaba siendo cuestionada
Pero la virtud, aunque no se pueda enseñar, sí se puede aprender. Mediante la admiración, el respeto, el esfuerzo personal y los ejemplos bien escogidos. Hace un par de años la marca Gillette lanzó una campaña para asociar sus productos con un mensaje positivo, en una época en la que la masculinidad, decían, estaba siendo cuestionada. La campaña se llamaba 'The Best Men Can Be' -en lugar del clásico 'The Best a Man Can Get'-, y a pesar de los excesos, los defectos y los lugares comunes propios de la época, era una buena campaña. No pretendía sólo corregir supuestas masculinidades averiadas, sino que apelaba a la responsabilidad individual y a lo mejor que podía ser un hombre. Esta idea se resumía en una frase que aparece hacia la mitad del anuncio: "Decir las palabras adecuadas, actuar de la manera correcta". Y en una secuencia tan simple como bella. Un padre pasea con su hijo por la calle de alguna ciudad. Se gira y ve que unos jóvenes persiguen a otro niño. El padre cruza la calle atravesando una multitud que mira hacia otro lado, sin soltar la mano de su hijo, y evita que los jóvenes lo agredan. El niño le da las gracias sin decir nada y su hijo observa en silencio.
Así es como se aprende. Con la contemplación de la virtud y la nobleza en aquellos a quienes respetamos o admiramos, y con el esfuerzo por intentar parecernos a ellos. Lo otro es el esperpento ideológico, cuentos de buenos y malos para adultos que no quieren abandonar la minoría de edad. El kindergarten, como solía llamarlo Lois Careaga.