Opinión

España, España

Ver a los dos símbolos más potentes de España, que son La Roja y el Rey, unidos y felices en torno a una copa de metal largamente ansiada tampoco debió de ser fácil para los nacionalistas

  • La dupla Lamine Yamal y Nico Williams con las medallas que les acreditan campeones de Europa durante la celebración de la victoria ante Inglaterra -

“Hoy, hasta los catalanes vamos con España”, me chinchaba mi hermanita Teresa el pasado domingo, 14 de julio, horas antes de El Partido por antonomasia. “No todos, no todos”, le chinchaba yo a ella. Todo esto por el ‘guasap’, claro. Nos reíamos pero era verdad, había que estar ciego para no verlo. Ese día, el de la victoria de Carlitos Alcaraz (¡por segundo año consecutivo!) sobre la hierba sagrada de Wimbledon, y el del triunfo de la selección española de fútbol, en Berlín, sobre Inglaterra, se produjo un fenómeno que ya habíamos visto más veces, pero muy pocas con tanta intensidad: el del orgullo de ser españoles, de pertenecer a una nación capaz de parir chavales capaces de producir semejante éxtasis colectivo de felicidad.

Daba lo mismo que no te gustase el fútbol (como me pasa a mí) o que te aburriese el tenis. Era un puro delirio que iba mucho más allá de sus causas. Los españoles solemos manifestar nuestro júbilo mediante la perdurabilidad de los decibelios y también mediante la conculcación del espacio/tiempo de los demás con los efectos de nuestra exultación; quiere esto decir que, al menos en mi calle, los últimos entusiastas cesaron en sus cánticos, abandonaron las cornetas y se fueron a dormir como a las cinco y media de la mañana, cuando casi clareaba. A esa hora pudimos pegar el ojo. Hasta ese momento todo lo inundaban los bocinazos, los atronadores vivas a España, la reiteración de la propia identidad nacional (“Yo soy español, español, español”), las protestas de amor hacia Lamine Yamal (“cada día te quiero más”) y otras invocaciones parecidas. Ah, y el generoso empeño en mantener derechas, a empujones, las paredes de los edificios, primero los de la acera derecha y después los de la izquierda, portal tras portal, porque muchas cuadrillas de gozosos no es que fuesen haciendo eses; es que no se tenían ya en pie.

Pero no te puedes enfadar por esas cosas, claro está. Yo no conozco ningún espectáculo más hermoso que el de la felicidad humana, y ver las calles repletas de un gentío eufórico que no cesa de invocar algo que yo también comparto –la ventura de nuestra nación y el éxito en sus empresas, aunque sean deportivas– es una pura gloria que hace sonreír de dicha. Qué gaitas: con menos edad y con mejor salud, yo también habría bajado a la calle. Aunque solo fuese a verlo. Nunca me gustaron las “congregaciones de muchedumbre”, que decía el rey Fernando VI, pero la sal de la vida está en las excepciones.

Quizá no habría sido un buen momento para preguntar a los miles de integrantes de aquella radiante multitud a qué vitoreaban exactamente. Cuando repetían, incansables, aquel “¡España, España, España!”, ¿a qué se referían? ¿Qué es España?

Hoy tenemos diecisiete comunidades autónomas regidas por una ley común. Díganme ustedes cuál es la diferencia esencial entre esto y los reinos hispánicos del tiempo de Alfonso X.

Si nos lanzamos al pantanal de las definiciones o nos ponemos a afilar la punta de los libros de historia no acabaremos nunca. Jurídicamente, España existe desde 1812, muy bien. Políticamente, desde principios del siglo XV, muy bien también. Pero ya Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio, hablaba y escribía con toda naturalidad acerca de España y los españoles, aunque los países que había en la península ibérica, que eran seis, estuviesen conformados de otra manera. Y los romanos, que dividieron el territorio peninsular en distintas y sucesivas demarcaciones administrativas, hablaban de “Hispania” cuando querían referirse al conjunto de todas, porque había que ser idiota para no comprender que todas ellas formaban un conjunto. Hispania, “tierra de metales” (lo de los conejos es mentira), era el nombre que usaban, mientras que los griegos preferían “Iberia”. Hoy tenemos diecisiete comunidades autónomas regidas por una ley común. Díganme ustedes cuál es la diferencia esencial entre esto y los reinos hispánicos del tiempo de Alfonso X. O todo lo que hay entre una cosa y otra.

Yo creo que no hay ninguna diferencia decisiva. El nuestro ha sido siempre un conjunto de gentes, culturas, idiomas, costumbres, religiones y voluntades distintas… pero un conjunto. Las malquerencias que muchas, demasiadas veces nos han debilitado, para desastre de todos, han procedido siempre de la prepotencia o el afán de imposición de una de esas partes sobre otras, o sobre todas las demás. Muchas veces esa voluntad de preponderar fue casi inevitable, por razones económicas, demográficas y hasta sociológicas. Pero muchas otras veces no.

Cuando éramos jóvenes, teníamos ilusiones y estudiábamos periodismo, nos deslumbrábamos con las cosas que nos contaba el inolvidable Miguel Ángel Bastenier sobre el ilustre Hans Joachim Morgenthau. Este sostenía que las naciones son “emisores de ideas”, algo parecido a antenas de radio. Lo que varía a lo largo de la historia es la potencia de esas emisiones. Cuando una de esas antenas alcanza una potencia de emisión muy alta, la nación prospera y tiende a expandirse. Cuando esa potencia baja, la nación se debilita y puede llegar a desaparecer, anulada por las emisiones de los vecinos. Es una teoría discutible, como todas las teorías, pero perfectamente aplicable a lo que nos sucede.

Son magníficos en el manejo de los símbolos y sobre todo de los sueños; ver a millones de personas llenando las calles en todas las ciudades abrazándose y gritando el nombre de España debió de ser, para ellos, muy amargo

Hay quien trabaja desde hace muchas generaciones para atenuar o disminuir la potencia de emisión de esa antena que llamamos España. Desde dentro y desde fuera de la península. Eso se hace con la emisión de ideas, símbolos o sueños contrarios a las ideas que emite nuestra nación. Uno de los más brillantes ejemplos es la famosa “leyenda negra”, que nace en Inglaterra en el siglo XVI y que perdura hasta más o menos el último tercio del siglo XX; hoy ya apenas quedan rastros de ella. Los secesionismos vasco y catalán, que proceden fundamentalmente de los quebrantos del terrible siglo XIX, son otras de esas “antenas”, y su último “pico” de potencia se ha producido hace muy pocos años.

Pero… “Hoy, hasta los catalanes vamos con España”, se me reía Teresa el domingo por la mañana. Después de lo que pasó esa noche, los secesionistas tuvieron que acabar desolados. Son magníficos en el manejo de los símbolos y sobre todo de los sueños; ver a millones de personas llenando las calles en todas las ciudades abrazándose y gritando el nombre de España debió de ser, para ellos, muy amargo. Aunque solo se tratase de un acontecimiento deportivo, que es algo, por definición, efímero. Ver a los dos símbolos más potentes de España, que son La Roja y el Rey, unidos y felices en torno a una copa de metal largamente ansiada tampoco debió de ser fácil para ellos. No está bien alegrarse de las desdichas ajenas, pero en este caso creo que voy a hacer otra excepción…

Hubo también errores, manipulaciones y hasta gestos grotescos, pero eso es inevitable en cualquier celebración multitudinaria y gozosa. Lo del ministro principal del Peñón, Fabian Picardo, que pretendió convertir casi en un incidente diplomático los cánticos en favor de la españolidad de Gibraltar de unos chicos que estaban en un estado muy próximo al delirio, da una idea del inmenso poder de los símbolos: si aquello lo llega a decir, qué sé yo, el ministro Puente, que no suele dejar pasar ocasión de meter la pata, este Picardo ni se habría levantado de la siesta. Pero lo dijeron los chavales de la selección, que no han estudiado Relaciones Internacionales, en el momento mismo en que millones de personas de todo el continente estaban contemplando el éxtasis de su felicidad, y eso le pareció a ese señor algo mucho más peligroso. Él sabrá por qué…

O el silencio cartujo, rechinante de dientes, de nuestra extrema derecha, que no dijo ni pío –qué iban a decir, pobres– al ver cómo un catalán nacido de padre marroquí y un navarro hijo de inmigrantes ilegales de Ghana, se convertían en las estrellas absolutas de la selección nacional de España. “Lamine Yamal, cada día te quiero más”. Eso, que prueba la bullente y fertilísima diversidad que ha adquirido el término “patria”, hace ver quién avanza para construir el futuro y quién se ha quedado atrapado en las polvorientas telarañas del pasado.

Un magnífico conjunto de imperfecciones

¿Qué es España, entonces? Pues muchas cosas. Un Estado de estructura complicada e históricamente inestable, una maquinaria burocrática muchas veces perversa, un andamiaje institucional, una gallera de políticos ambiciosos, una Constitución que ampara a todos sus ciudadanos, un magnífico conjunto de imperfecciones, un lugar variadísimo donde suele haber sol, una colección de símbolos muy potentes… Todo eso y mucho más. Pero yo creo que es, además de todo eso, un sentimiento, como casi todas las naciones. Y con los sentimientos humanos pasa como con las tormentas: nadie manda en ellos, nadie los controla ni los sujeta cuando se desatan. Ni para bien ni para mal.

Y es un sentimiento que, desde luego, yo comparto. Aunque me mantenga sin dormir hasta el alba. Hay insomnios que rejuvenecen, caramba.

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