La repetición electoral es un fracaso. Con el voto va la confianza, esa especie de fuego sagrado que mantiene iluminado el sistema y como el voto, también la confianza se ha perdido. Ha sucedido no por el explicable movimiento pendular al que se ven sometidos todos los sistemas, sino por el caprichoso y adolescente deseo del presidente del Gobierno. Sánchez nunca quiso formar gobierno. Tampoco es evidente que quisiera algo en concreto, además del poder.
Para la posteridad quedarán estos cinco meses. Toda historia tiene páginas obscuras. La de nuestra democracia tiene las de Sánchez, escritas a base de ambición desmedida, la desconsideración hacia cualquier uso y costumbre que nuestra breve experiencia democrática haya dejado y el manoseo sistemático e impúdico de las instituciones del Estado. El gran fracaso que supondrá el 10 N será la más certera de las fotos que tengamos del dirigente socialista; el retrato que fija mejor su perfil iliberal; la metáfora de todo lo que una democracia con aspiraciones de continuidad debe evitar.
Tenía dos opciones
Ha hecho y desecho sin pudor, usando los resortes que le ofrece La Moncloa para lograr sus objetivos particulares y particularistas. Lo ha hecho en el momento preciso en el que, tras la crisis, era urgente comenzar las tareas de reconstrucción política. Y lo ha hecho premeditadamente, sin ignorancia alguna que pueda exculparle, porque precisamente se ha aprovechado de esa debilidad, tanto en las instituciones como en el debate público, para lograr sus objetivos. En el fondo tenía dos opciones: ser un presidente del Gobierno o ser un propagandista de sí mismo. Optó por lo segundo.
Aunque no es lo deseable, de vez en cuando, en política, se producen situaciones dicotómicas, momentos en los que hay que elegir entre dos opciones a menudo contrarias. En estos cinco meses hemos asistido a uno de esos momentos. Había que elegir entre sacrificar las ambiciones o sacrificar a los españoles. Y era Sánchez el que tenía que hacerlo. En contra de lo que se presupone a cualquier presidente del Gobierno, que en principio debería poner los intereses de su país por encima de cualquier otro factor, Sánchez optó por lo segundo. Escogió convertir a los españoles en la hecatombe que se sacrifica en favor de los dioses laicos y demoscópicos; las palomas en cuyas tripas los augures rebuscan vaticinios de un aumento electoral.
Electoralismo y propaganda desplegados bajo la premisa de que España traga con todo. Pero ¿y si no? Hace unos años, Robert Stefan Foa y Yascha Mounk hicieron públicos en Journal of Democracy los resultados de un macroestudio sobre la consideración hacia la democracia. En 1995 sólo el 16 por ciento de los estadounidenses de entre 16 y 24 años creía que la democracia era una mala forma de gobernar el país. En 2011, ese porcentaje había aumentado hasta el 24. Un ascenso que también se ha vivido en Europa en 1995, los jóvenes de esa franja de edad que consideraban la democracia como una forma negativa de gobierno se situaban en torno al 6 por ciento. En 2012, había superado con creces el 10. O lo que es lo mismo: ¿y si la democracia no lo resiste todo?
Lo ha demostrado mintiendo, empleando el Estado para su uso personal, disponiendo de lo público para debilitar al adversario, reventando toda posibilidad de investidura
España atravesó sus momentos políticos y sociales más delicados con la crisis de 2008. La sensación de intemperie que muchos españoles vivieron pudo ser, al menos, suavizada gracias a unas instituciones que resistieron el envite, aguantaron el chaparrón y, aunque debilitadas, lograron mantenerse. Surgieron populismos, partidos vocingleros y resentimientos que la propia institucionalidad logró asumir, dulcificar e incluso darles pátinas liberales. Era difícil pensar entonces que el riesgo mayor nacería del PSOE. Pero nació. Sánchez aunó en su persona la mayor amenaza que tiene una democracia: el caudillismo democrático. Sánchez lo es. Lo ha demostrado mintiendo, empleando el Estado para su uso personal, disponiendo de lo público para debilitar a sus adversarios políticos, reventando toda posibilidad de investidura.
Es seguro que España resistirá a Sánchez, aunque resulte triste que un país tenga que esforzarse por resistir a su presidente del Gobierno. Pero será constatable con el tiempo si la decisión de estas nuevas elecciones ha dejado o no heridas. El 10 N es una nueva votación, pero también es apretar el gatillo fácil de las preguntas que una democracia asentada nunca debería hacerse, por lo que tienen de cuestionamiento: ¿para qué votar el 10 N?, ¿qué razones hay para hacerlo?, ¿sirve de algo hacerlo? No son preguntas, son sospechas. Y Sánchez tendrá que asumir su responsabilidad. Repetir las elecciones es despertar de la siesta a la desafección, abrir el goteo de deserciones, instar a la indiferencia, empujar a los ciudadanos a las periferias de la sociedad política. Y como la democracia es una responsabilidad compartida pero en ningún caso equitativa, sí, Sánchez tendrá que asumir las consecuencias.