Opinión

El estrecho margen de la libertad individual

Este predominio absoluto e indiscutible de los expertos ha generado una deriva hacia una utopía que combina rasgos de Un Mundo Feliz, con otros de 1984

  • Imagen de un cartel feminista en una manifestación contra la violencia de género

Aunque discrepen en las causas, muchos autores coinciden en que la libertad de expresión, de opinión, se encuentra en retroceso en Occidente ante el imperio de una ortodoxia del pensamiento y el ascenso de una mentalidad censora, de cancelación de los disidentes, de intolerancia con la discrepancia, la crítica y el debate. Mientras tanto, se multiplican las leyes que, asignando derechos especiales a colectivos concretos, vulneran principios fundamentales como la igualdad ante la ley o, incluso, la presunción de inocencia, mientras se difuminan esos cruciales mecanismos que establecen límites al ejercicio del poder. Todos estos elementos parecen cuestionar la propia existencia del estado liberal.

Hay quienes creen ver, incluso, una senda de convergencia con regímenes como el de China y aunque, por suerte, aún media una notable distancia, no es señal halagüeña que se imiten algunas ocurrencias surgidas en aquellas latitudes. En cualquier caso, resulta paradójico que el enorme avance de la ciencia y la tecnología haya desembocado en el surgimiento de nuevos dogmas y el estrechamiento de la libre opinión. O quizá no sea tan paradójico.

La libertad es incompatible con la existencia de ortodoxias o verdades absolutas: necesita un espacio de duda, de consciencia de nuestras propias limitaciones. Los dogmas obligatorios suelen surgir cuando se trastoca el curso natural de los cambios, ese delicado proceso por el que los nuevos conocimientos, actitudes e ideas se van incorporando al acervo heredado del pasado. La tensión entre tradición y nuevos valores, entre creencias (doxa) y nuevos conocimientos (episteme), es tan antigua que ya fue objeto de debate en la Grecia clásica. Pues bien, la libertad individual requiere una relación armónica entre ambos, un equilibrio que no puede inclinarse excesivamente hacia ninguno de los extremos sin que aparezca la amenazadora sombra de la verdad absoluta. Porque lo antiguo necesita el contrapeso de lo nuevo; y lo nuevo de lo antiguo.

La libertad individual es una delicada planta que se marchita en sociedades aferradas a una tradición inmutable, a una eterna ortodoxia. Pero tampoco florece en sistemas, como el Occidente moderno, que rompen radicalmente con su pasado. No encuentra terreno abonado allí donde lo referido a la conciencia, a lo que es correcto o incorrecto, se establece como regla obligatoria por alguien investido de especial autoridad, llámese experto o ayatolá.

El difícil equilibrio entre lo nuevo y lo antiguo

En The Constitution of Liberty, Friedrich Hayek sostiene que la herencia cultural del pasado desempeña un papel fundamental. La sociedad liberal requiere unos valores, costumbres y creencias compartidas, que son resultado de la experiencia histórica, de un dilatado proceso de evolución adaptativa, prueba y error, donde solo sobrevivieron las pautas más exitosas. Este acervo cultural es valioso porque contiene la sabiduría acumulada por la sociedad durante muchos siglos.

Ahora bien, para evitar que se petrifiquen, que se conviertan en grilletes, estas normas culturales heredadas no pueden ser coactivas o estrictamente obligatorias. Deben estar abiertas al cambio, ya que algunos aspectos van quedando obsoletos o desfasados. Precisamente, la libertad individual para vulnerar estas normas, para adoptar otras distintas es, según Hayek, un mecanismo que favorecía la evolución pues permitía experimentar, probar nuevas vías. Y, aunque muchas veces fracasara, el transgresor a veces acertaba, descubría una vía mejor, que era imitada por el resto.

Olvidaron que la ciencia no puede establecer los fines, ni tomar las decisiones que corresponden a los ciudadanos a través del sistema democrático

En el Occidente actual, la creencia de que las proposiciones científicas son verdades absolutas, dogmas que deben guiar de forma obligatoria la conducta de los individuos, acabó desequilibrando el proceso a favor del último descubrimiento, de la moda, propiciando la conversión de los expertos en sumos sacerdotes. Olvidaron que la ciencia no puede establecer los fines, ni tomar las decisiones que corresponden a los ciudadanos a través del sistema democrático.

Los conocimientos científicos son, por definición, provisionales, imperfectos, especialmente en ciencias sociales. Buena parte de los nuevos hallazgos son erróneos, hasta el punto de que John Ioannidis mostró en un famoso artículo que la mayoría de las nuevas aportaciones en su campo científico, la medicina, están equivocadas. Aunque esto no constituye un problema grave, porque la ciencia posee un lento, pero eficaz, método para ir corrigiendo los errores a través del debate, la crítica, la constante contrastación y refutación, cualquier selección interesada de estos muy provisionales resultados puede convertirse, con la colaboración de los medios, en un potente instrumento de manipulación.

Demasiada gente acepta hoy día, como verdades absolutas, auténticas majaderías, como que todas las asignaturas deben enseñarse "con perspectiva de género"

Se sobrevalora en exceso el consejo del experto, especialmente en ciencias sociales, olvidando que el conocimiento se encuentra hoy tan fragmentado, que cada profesional domina tan solo una minúscula porción del campo del saber: Nadie posee una visión profunda y panorámica de todo el conjunto. Por ello, aunque los criterios de ciertos expertos susciten hoy la misma credibilidad que tuvo en su día el oráculo de Delfos, sus recomendaciones deberían tomarse con mucha más cautela, especialmente cuando acaban afectando a aspectos de la realidad que son ajenos a su correspondiente campo de estudio.

Un ejemplo muy ilustrativo de este deslizamiento hacia la moda y la ruptura con el pasado son esas reformas educativas que desprecian la enorme experiencia acumulada por maestros y profesores para rendir pleitesía a la última teoría del pedagogo de cabecera. Los nuevos métodos no se implantan con prudencia, tras contrastar sus resultados con los tradicionales, sino de forma coactiva, por ley, como si cualquier ocurrencia mínimamente elaborada constituyera la verdad revelada. Como resultado, demasiada gente acepta hoy día, como verdades absolutas, auténticas majaderías, como que todas las asignaturas deben enseñarse "con perspectiva de género".

La pandemia retrató a Occidente

Esta apoteosis de lo último, ese ambiente incompatible con las libertades, se manifestó en grado superlativo en la gestión del Covid. No solo se despreció la dilatada experiencia de la humanidad para afrontar pandemias; también se rechazaron súbitamente conocimientos científicos asentados hasta el momento para sustituirlos por otros improvisados, que no admitían discusión o cuestionamiento. Se censuró a los académicos que planteaban hipótesis alternativas, desvistiendo así al conocimiento científico de sus elementos centrales: la crítica, el contraste entre hipótesis y la posibilidad de refutación. Durante la última pandemia se politizó la ciencia hasta extremos inauditos, convirtiéndola en un mecanismo de control social.

Esta preponderancia de los expertos mediáticos, junto con los intereses de la clase política, desembocaron en 2020 en una de las mayores y más absurdas violaciones de derechos y libertades que han conocido los países democráticos. Y también en uno de los más infames e ignominiosos espectáculos de las últimas décadas, con personajes autodenominados liberales apoyando incondicionalmente el encierro coactivo de todos los sanos, algo que China todavía sigue perpetrando, o exigiendo la revocación de derechos fundamentales para quiénes no se vacunaran. Se mostraba, una vez más, que defender la libertad requiere valentía, escepticismo y ciertas dosis de vergüenza torera.

Porque tan dañino es para la libertad un entorno donde la ideología de género está prohibida, como otro donde es obligatoria

Al desprenderse de sus raíces, Occidente ha dejado de ser un modelo para otras culturas, que no entienden esa denodada obsesión por autoflagelarse, por abjurar completamente de un pasado que siempre tendrá luces y sombras. Difícilmente obtiene respeto quién no se respeta a sí mismo. Este predominio absoluto e indiscutible de los expertos ha generado una deriva hacia una utopía que combina rasgos de Un Mundo Feliz, con otros de 1984.

Quizá el fracaso de lo nuevo, la intensa andanada de moralina barata lanzada e impuesta desde arriba, ha llevado a algunos a buscar refugio y soluciones en el extremo contrario, en modelos que intentan conservar una tradición inmutable. Solo así podría entenderse esa sorprendente admiración por el execrable régimen de Vladimir Putin. O la crítica demasiado tibia al Irán de los ayatolas. Porque tan dañino es para la libertad un entorno donde la ideología de género está prohibida, como otro donde es obligatoria.

Corregir el rumbo implica recuperar el equilibrio, situarse en ese espacio intermedio de duda, humildad, ausencia de seguridad absoluta. Y aceptar, con espíritu crítico, el legado del pasado. Ni prohibido ni obligatorio; ese es el estrecho margen de la libertad individual.

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