Hace apenas tres meses, Mario Draghi, sabio europeo de la rectitud económica y ur-tecnócrata por excelencia, publicaba un largo y detallado informe sobre la competitividad del viejo continente. Sus conclusiones no fueron especialmente polémicas por el hecho de ser obvias: durante las últimas dos décadas, Estados Unidos y China han dejado atrás a la Unión Europea. Las soluciones tampoco ofendieron a nadie, porque prácticamente todo el mundo entiende cuál es el origen de nuestros problemas. Debemos invertir más en investigación y desarrollo, ser más innovadores, perseguir una mayor integración económica y facilitar la creación y crecimiento de nuevas empresas en sectores punteros.
Recuerdo la existencia de este informe y repito sus ideas y conceptos principales no porque lo haya descubierto ahora, sino porque nadie parece acordarse de él. Aunque la clase política europea lo aplaudió de forma casi unánime, resulta que muchos de esos políticos andan metidos en cenagales aparentemente infranqueables. En Francia, la Quinta República parece abocada a repetir los problemas de constituciones precedentes, con gobiernos inestables y un sistema de partidos fragmentado. En Alemania, un canciller impopular ha sido incapaz de mantener su coalición de gobierno unida, llevando al país a unas elecciones. En nuestro propio país, Pedro Sánchez se mantiene en el poder más por incompetencia de sus rivales que por la fuerza de su propia coalición. Italianos y polacos, de momento, parecen algo más estables, pero sus gobiernos no bastan para impulsar una agenda europea.
Tenemos un diagnóstico. Tenemos un catálogo razonable de soluciones. Lo que nos falta es un sistema político capaz de implementarlas. Ahora mismo, las instituciones europeas son completamente insuficientes para poder llevar nada a la práctica.
La Unión Europea siempre ha sido un organismo político difícil de definir. No es una organización internacional al uso, ya que los estados miembros ceden soberanía efectiva a instituciones supranacionales. A su vez, dista mucho de ser una estructura federal, dado que las instituciones en su centro siguen teniendo competencias muy limitadas. Tampoco puede ser designada como una confederación, al tener un ejecutivo con poderes reales y procesos de toma de decisiones que van más allá del consenso. Los politólogos suelen acabar encogiéndose de hombros y tomarla como un invento bastante único.
Los senadores eran designados por los legislativos estatales, en una especie de versión arcaica del Consejo Europeo, mientras que la Cámara de Representantes ejercía el papel de parlamento con elección directa
Sea como fuere, las instituciones europeas me recuerdan vagamente a lo que los padres fundadores de Estados Unidos pretendían construir cuando redactaron su constitución. El punto de partida de la ley fundamental americana era un sistema político donde el Congreso, el poder legislativo, era la voz dominante. En origen, los senadores eran designados por los legislativos estatales, en una especie de versión arcaica del Consejo Europeo, mientras que la Cámara de Representantes ejercía el papel de parlamento con elección directa. El líder del Ejecutivo recibió el hasta entonces bastante inusual título de presidente, que en el inglés de la época solía referirse a alguien que dirigía comités o reuniones, no a una persona con poder político y autoridad propias.
La intención era que el gobierno federal fuera un aparato administrativo dedicado a obedecer las directrices del Congreso, no el actor dominante del sistema. Este diseño lo vemos escrito en piedra en el mismo urbanismo de la capital del país, donde el Capitolio ocupa el puesto preeminente y la Casa Blanca es una mansión relativamente modesta medio apartada en un parque al otro lado de la ciudad.
En los primeros años de la república americana, no obstante, se hizo evidente que el papel secundario de la presidencia era insostenible. Para empezar, la misma complejidad de implementar leyes y vigilar su cumplimiento exige que el ejecutivo tenga una iniciativa considerable. El presidente es, además, el único cargo electo en Estados Unidos al que vota todo el país. Este hecho le iba a otorgar, inevitablemente, una visibilidad y prestigio considerables. Por mucho que la constitución dibujara una presidencia débil, la autoridad e independencia de los ocupantes del cargo acabaron por darles un papel preeminente para marcar la agenda política.
El resultado es que podemos tener una crisis económica a nivel continental, soluciones concretas esperando ser implementadas, pero nadie con suficiente autoridad como para llevarlas a cabo
La Unión Europea, sobre el papel, tiene un ejecutivo con más atribuciones que el presidente de Estados Unidos. Joe Biden o Donald Trump, por ejemplo, no tienen iniciativa legislativa, algo que sí tiene la Comisión. Sin embargo, la tradición política europea, unida a las reticencias de los estados miembros, ha hecho que los ejecutivos comunitarios no tengan una legitimidad política directa. Su presidenta es propuesta por el Consejo (esto es, los gobiernos nacionales) y ratificada por el Parlamento Europeo. Por muchas competencias que tenga, su autoridad nunca será comparable a la de un ejecutivo escogido directamente por los votantes. El resultado es que podemos tener una crisis económica a nivel continental, soluciones concretas esperando ser implementadas, pero nadie con suficiente autoridad como para llevarlas a cabo. Las reformas solo ocurren durante esos raros períodos en los que los cuatro o cinco estados miembros más grandes tienen gobiernos estables, europeístas y medio competentes.
Parece obvio que nos hace falta un ejecutivo europeo capaz de llenar ese vacío. Pero Europa, me temo, es demasiado grande y complicada como para tener un sistema presidencialista con alguien escogido directamente por los votantes. No tenemos un sistema de partidos continental coherente, y no quiero ni imaginarme el caos que serían unas primarias a la americana para nominar candidatos. Me parece algo más viable, aunque tampoco sencillo, moverse hacia un sistema con elección parlamentaria directa, con los partidos consensuando un candidato a la presidencia de la Comisión a escala continental y una campaña a escala europea.
Gobiernos débiles e inestables
El problema, claro está, es que los estados miembros no quieren esta clase de cambios. El Consejo es la institución dominante en el sistema europeo, y los miembros del Consejo no quieren dejar de serlo. La única forma de que lo hagan es teniendo gobiernos europeístas estables en los cuatro o cinco estados más grandes de la Unión, algo que parece cada vez más difícil, cuando los problemas económicos derivados de no tener un ejecutivo fuerte se traducen en gobiernos cada vez más débiles e inestables.
No tengo ni la más remota idea sobre cómo podemos romper este ciclo, pero Europa debe hacerlo cuanto antes. De no hacerlo, vamos a seguir quedándonos atrás, convirtiéndonos poco a poco en un museo lleno de ancianitos anclado en el pasado.