Opinión

Señor, tenemos un problema

Algo hay que hacer, Señor, después de esta desdichada visita de los barquitos. Porque ni V. M. ni casi ninguno esperábamos semejante show

  • Juan Carlos I a bordo del Bribón durante su visita a Sanxenxo. -

La semana pasada (es poco probable que V. M. tenga noticia, pero nunca se sabe con estas cosas) escribía yo aquí sobre el padre de V. M., burlonamente llamado “el Emérito”, que en aquel momento volaba desde Oriente a Pontevedra para participar en unas regatas y, presumiblemente, dar unos llorosos y sentidos besos a V. M., a su señora y a los nietos.

Me equivoqué, Señor. Es lo que pasa con frecuencia cuando los periodistas, aguijados por la actualidad, escribimos sobre algunos acontecimientos antes de que se produzcan. De los hechos anteriores deduje que vuestro padre iba a mantener, durante su visita de varios días a España, la actitud discreta y sosegada que le hemos visto muchas veces. Me equivoqué. Ha sido una verbena, V. M. lo sabe mejor que nadie.

Creo evidente, Señor, que vuestro padre, una de dos: o no es plenamente consciente de lo que hizo, o le importa un rábano. Lo primero es verosímil: lleva ya demasiado tiempo oyendo las interesadas voces de algunos que, más que amigos, son amigachos, y que le dicen más o menos esto: “Tú no hiciste nada que no estuviesen haciendo, al mismo tiempo, muchos más, entre ellos muchos políticos que ahora te critican o que miran para otro lado, cuando deberían salir a defenderte. Se meten contigo solo porque eres el Rey. Pero la gente te quiere, cuando vayas lo comprobarás”.

Lo segundo, que le importe un pimiento haberse dedicado a distraer dinero durante décadas, también tiene una explicación psicológica. Lleva dos años confinado en el desierto como un proscrito, “después de lo que yo he sido y he hecho por los españoles”, se dirá. Es comprensible que esté harto. Y en esas circunstancias, las de la ira y el despecho largamente alimentados, es fácil que uno pierda el contacto con la realidad; al menos con la realidad que los demás aprecian.

Y lo que es peor: sacando pecho y respondiendo achuladamente “¿De qué?” cuando le preguntaban si pensaba darle explicaciones. A usted. Al Rey. Al jefe del Estado

Vuestro padre, Señor, no se da cuenta del comportamiento extraordinariamente benévolo que la Justicia española ha tenido con él, comportamiento que Agustín Valladolid explica con toda claridad aquí. O bien por prescripción legal, que no facultativa aunque en este caso sí que parece serlo; o bien por apresuradas regularizaciones fiscales (que en realidad no son sino el reconocimiento de un fraude previo, que el Estado perdona), o bien por la vergonzosa inviolabilidad del Rey, precepto anacrónico que habría que ver si es posible aplicarlo cuando el Rey ya no lo es y sigue con lo que andaba haciendo, vuestro padre, Señor, se ha ido de rositas. Y lo que es peor: sacando pecho y respondiendo achuladamente “¿De qué?” cuando le preguntaban si pensaba darle explicaciones. A usted. Al Rey. Al jefe de la Casa Real. Al jefe del Estado.

El baño de masas que premeditadamente se ha dado vuestro padre en Sanxenxo estaba perfectamente previsto. Ventanilla del coche bajada, cara de felicidad, saludos con la mano, respuestas espontáneas y breves. Había más periodistas que en su boda, él lo dijo. La gente (tampoco demasiada, eso es verdad) no dejaba de vitorearle cada vez que pisaba la calle. Esto es fácil de entender: el amor de larga duración no se extingue de un día para otro, y vuestro padre ha tenido ese amor durante décadas. Y mucha gente no termina de entender qué ha hecho, de qué se le acusa si la Justicia dice que de nada. Otros, seguramente, no lo creerán. Pero V. M. sabe, quizá mejor que nadie, cuál es la verdad.

Entonces se dedican con fruición al peligroso deporte de tocamiento de narices ajenas (es un eufemismo, V. M. comprende bien a qué me refiero y no son las narices)

No siempre, pero los reyes que abdican la corona suelen convertirse en elementos, como mínimo, molestos. Y hasta peligrosos, si abdicaron no por cansancio o por mala salud, sino forzados por circunstancias con las que ellos no estaban de acuerdo. Entonces se dedican con fruición al peligroso deporte de tocamiento de narices ajenas (es un eufemismo, V. M. comprende bien a qué me refiero y no son las narices). En España no faltan ejemplos. En 1822, Fernando VII no abdicó, pero fue inhabilitado por traidor: el remedio acabó siendo peor que la enfermedad. Vuestra retatarabuela Isabel II abdicó en su hijo, Alfonso XII, poco después de exiliarse en París tras la revolución de 1868, pero, aunque jamás regresó a España, fue un verdadero dolor del muelas para el joven rey, al que trataba como un chiquilín.

Pero quizá el ejemplo que mejor se adapte a lo que ahora nos pasa (porque el problema lo tenemos todos, Señor, no solo a usted) es el de Eduardo VIII de Inglaterra. Aquel chisgarabís al que lo único que le gustaba de la corona era lo bien que se vivía con ella puesta. Enormemente popular en su tiempo, llegó a convencerse de que podía hacer lo que le diese la gana, que quizá es lo mismo que le ha pasado a vuestro padre, Señor. A este Eduardo, de no muchas luces, le daba por meterse invariablemente en la cama con señoras casadas; con la última, la célebre Wallis Simpson, echó un órdago inconcebible al Gobierno, al Parlamento, a la Iglesia anglicana de la que él era precisamente el jefe y a todo lo que se le puso por delante: o le dejaban casarse con aquella mujer, o abdicaría el trono. Fue lo que hizo.

Su actividad, a partir de aquel momento, fue un puro disparate, la reacción de un niño enrabietado que no se da cuenta de que ya no es el Rey. Exiliado en Francia, trató de mangonear cuanto pudo a su hermano y sucesor, el gran Jorge VI, tímido y tartamudo, como sin duda V. M. sabe. Coqueteó abiertamente con los nazis mientras estos preparaban la guerra contra su país. Viajó varias veces a Londres (bien es cierto que sin Wallis) con diversos pretextos, pero con la más que obvia intención de alentar a sus partidarios (que los seguía teniendo) y de jorobarle la vida a su hermano, que comía cerillas cada vez que le hablaban de David, que era como le llamaba la familia. En fin. Nada que V. M. no sepa o no esté viendo en estos días.

Ante el evidente peligro que suponía dejar suelto por ahí a aquel chiflado vengativo y presuntuoso, el gobierno de Churchill ejerció su autoridad y lo envió como gobernador a las Bahamas

Pero se buscó una posible solución. Durante la guerra mundial, y ante el evidente peligro que suponía dejar suelto por ahí a aquel chiflado vengativo y presuntuoso, el gobierno de Churchill ejerció su autoridad y lo envió como gobernador a las Bahamas, donde lo único que podía hacer era salir a pasear a la terraza con su uniforme. Durante un tiempo funcionó, hasta que terminó la guerra.

Usted, Señor, tiene esa autoridad como jefe de la Casa Real. Y si no, la tiene el Gobierno. Quizá no fuese mala idea remitir a vuestro padre como embajador, enviado personal o alto comisario (el nombre es lo de menos) a algún sitio tranquilo. Se me ocurre la Estación Espacial Internacional, no sé. O eso, o nos arriesgamos a que el absurdamente llamado “emérito”, después de lo bien que se lo ha pasado hace días con los barquitos y con la gente que le aclama, tome la costumbre de volver cada dos semanas, o decida instalarse en España no para que le perdonen, porque está más que claro que no tiene conciencia de culpa ni va a dar explicaciones ni a pedir perdón por nada, sino que vendrá a que le quieran. A que le aclamen. Mejor dicho: a que le quieran y le aclamen más que a usted, Señor, que está haciendo su trabajo irreprochablemente (como Jorge VI) y que tiene que aguantar a alguien que, tenga la edad que tenga, se está comportando como un crío insolente y respondón (Eduardo VIII).

Algo hay que hacer, Señor, después de esta desdichada visita de los barquitos. Porque ni V. M. ni casi ninguno esperábamos semejante show. Algo hay que hacer porque, por sí solo, esto no va a mejorar. Más bien al contrario. El mes que viene, cuando regrese vuestro padre a otra regata, lo comprobaremos. A ver si esto nos va a dar que sentir, que decía Delibes.

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