“Nadie puede mirar de lado cuando un potente agresor agrede sin justificación alguna a un vecino mucho más débil, nadie puede invocar la resolución pacífica de los conflictos, nadie puede poner en el mismo pie de igualdad al agredido y al agresor; y nos acordaremos de aquellos que en este momento solemne no estén a nuestro lado”. Las palabras rotundas, trascendentes, pronunciadas por Josep Borrell el martes en el Parlamento Europeo, parecían tener como destinatario preferente al presidente español. Borrell lo negará cien veces. Dirá a quien le pregunte que no estaba pensando en España; que actuó como Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Sin más. Lo dirá, y sin embargo no era así. También pensaba en que, en ese preciso instante, él era la cara de España, la que compensaba esa otra de un Pedro Sánchez que seguía ejerciendo el papel de equilibrista que ha venido ejerciendo desde que le abrió las puertas del Gobierno a Unidas Podemos.
Pero la ocasión no estaba para equilibrios, y la aplaudida intervención de Borrell en Estrasburgo fue lo más parecido a una amonestación, un acto de dignidad reactiva que en parte reparaba la triste imagen que, desde ya antes de la invasión de Ucrania, estaba dando España. La desconfianza en el Gobierno de Sánchez venía de atrás, y su reflejo más nítido ha sido un persistente proceso de ausencia de protagonismo de nuestro país, cuando no de abierta marginación, en lo que hemos dado en llamar el concierto internacional. La inicial decisión de Sánchez de no enviar armamento al Ejército ucraniano, contrastaba con la valentía de un Emmanuel Macron que, a sabiendas, asumió el riesgo, en año electoral, de ser engañado por Putin; con la capacidad de interlocución y la claridad de ideas del canciller alemán y el primer ministro italiano; con la autoestima y el orgullo demostrados por países situados en zonas especialmente expuestas a la agresión de Rusia, como Suecia y Finlandia.
El mundo que se dibuja no puede gestionarse desde un gobierno con concepciones abiertamente enfrentadas en materia energética y en política de defensa
Las relaciones internacionales tienen bastante más que ver con las matemáticas que con la metafísica, si es que tienen algo que ver con la metafísica. Un gobierno integrado por personas que están más cerca de Putin que de Biden, de Salvini (“No quiero que la respuesta de quienes me representan sea distribuir [a Ucrania] armas letales”, ha dicho el líder de la Lega en la RAI”) que de Draghi; por gentes que si pudieran disolverían la OTAN; por dirigentes de un país cuyo presupuesto de Defensa es, en porcentaje del PIB, el más bajo de la Unión Europea; un Ejecutivo presidido por quien en un momento trascendental como el que vivimos, y hasta su rectificación del miércoles, antepone la paz estéril de su gobierno a la solidaridad con la resistencia ucraniana; un país así, no merece ocupar un lugar distinto del que lamentablemente ocupa.
Al llegar a Moncloa, Pedro Sánchez se fijó como uno de los principales objetivos para reforzar su imagen como gobernante la proyección internacional de su persona. En parte lo ha conseguido, solo que, en paralelo al incremento de la popularidad de Sánchez en el exterior, hemos visto cómo descendía el peso de España en el mundo. No es una boutade, sino un hecho objetivo. Y no es un asunto menor. La influencia de un país en el ámbito internacional se traduce en un mayor o menor progreso, en una mayor o menor seguridad, en un mayor o menor bienestar. La elección de socios de gobierno que no comparten los valores que defienden nuestros principales aliados, la ausencia de consenso en política exterior, la utilización de esta como plataforma de promoción personal, y la reiterada percepción que se tiene en Europa de España como problema, como país derrochador, son los rasgos principales de una política que urge rectificar.
Quién sabe. Puede que con el aterrizaje de Núñez Feijóo en la política nacional a Pedro Sánchez se le presente una nueva oportunidad para buscar el consenso y la unidad
Pueden decir misa y la dirán, pero el mundo que se dibuja en el horizonte no es compatible con este gobierno. Las esenciales estrategias de defensa y energética que las circunstancias aconsejan, nada tienen que ver con las que propone Unidas Podemos. La defensa de las libertades europeas, mediante el reforzamiento de la capacidad de disuasión, en nada se compadece con la equidistancia con la que los de Iglesias se manifiestan cuando es Rusia la agresora y contrasta con las acusaciones de imperialismo que lanzan contra la OTAN. El pragmatismo energético que parece razonable aplicar para reducir al máximo la dependencia del gas y del petróleo rusos -lo que puede llevar a un reconsideración de, por ejemplo, las decisiones que afectan a la energía nuclear-, no parece que concuerde demasiado con las fabulaciones autosuficientes del gobierno de coalición.
Puede que con el aterrizaje de Alberto Núñez Feijóo en la política nacional a Pedro Sánchez se le presente una nueva oportunidad para rectificar. Y es que la lección que debiera extraerse de la invasión de Ucrania es la futilidad de la política doméstica y la extraordinaria importancia de la unidad cuando la historia pone a prueba a las sociedades democráticas. Y si la unidad no es posible, el mayor grado de consenso y corresponsabilidad a la hora de tomar decisiones. “¿En qué momento viven?”, dijo en Onda Cero Josep Borrell refiriéndose a las manifestaciones contra la OTAN convocadas con el apoyo de Izquierda Unida y el Partido Comunista. “OTAN culpable, OTAN criminal”, se podía leer en una gran pancarta desplegada el 25 de febrero en la Puerta del Sol. Ese es el problema: viven en otro mundo; un mundo incompatible con la realidad.
La postdata: Saviano, las mafias y la invasión de Ucrania
Roberto Saviano sigue viviendo en la clandestinidad. La mafia no le ha indultado. Lo más probable es que no le indulte nunca. El periodista napolitano es quien, al margen de las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia, más se ha acercado a la terrorífica realidad de las redes de la droga, de las mafias que las controlan, que manejan gobiernos y someten Estados. Su libro CeroCeroCero es una extraordinaria y aterradora radiografía del poder financiero y político de los capos que mueven la cocaína en el mundo.
Saviano publicaba el lunes en el Corriere della Sera un artículo que arranca así: “Cuando en marzo de 2016 le pregunté a Gary Kasparov, uno de los más grandes ajedrecistas de la historia, sobre el papel de la mafia rusa, me respondió: ‘Cuando se trata de asuntos fundamentales, ésta siempre actúa a las órdenes de arriba’. ¿Y quién es el de arriba?, me apresuré a preguntar. ‘Obviamente, Vladimir Putin’, respondió Kasparov, asombrado de tener que recalcar lo evidente. Me pregunto cómo es posible que en el debate internacional nadie se plantee la pregunta fundamental: ¿cuál es el papel de las organizaciones mafiosas en esta guerra?”