A los virus se les atribuye popularmente una cierta inteligencia para encontrar la manera de mantenerse activos e infecciosos. Que no son seres pensantes parece algo al alcance de cualquiera, pero también es cierto que podemos interpretar la evolución natural que tienen las epidemias como un intento de autoperpetuación frente a las defensas individuales o colectivas que se contrapongan. Lo más habitual es que los patógenos se hagan, con el paso del tiempo, más infectivos pero menos dañinos, porque así seguirán presentes. En realidad, este fenómeno está guiado por la aleatoriedad. Las variantes que alcanzan más extensión son aquellas cuyos cambios, siempre casuales, les permiten un mayor nivel de convivencia con los organismos infectados.
Que esta sea una regla acostumbrada en la virología no tiene que tomarse como la interpretación de que la variante ómicron del SARS-CoV-2 es la representante de un nuevo modelo en la pandemia, lo que algunos califican como la “gripificacion”, o la transición hacia la endemia. A este concepto se refirió Pedro Sánchez en su pasada entrevista en la SER, y seguramente no tanto porque entienda lo que quería decir -nadie aclara su significación real-, sino porque ese era el mensaje político que tocaba dar. En paralelo, se filtraba a El País la idea del Ministerio de Sanidad de crear un sistema de vigilancia del coronavirus basado en muestreos, como los que se usan para la gripe estacional a cargo de médicos centinela, y apareció también en escena un documento de la SemFYC (Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria) hablando de esa misma “gripificación”. ¿Casualidad?
Al parecer, se nos quiere hacer creer que estamos ante la oportunidad de operar un profundo cambio estratégico en la manera en la que podemos combatir la pandemia, o lo que quede de ella. Pasar de la resistencia a la convivencia. Adoptar al virus como un elemento más de nuestro paisaje. Reajustar la respuesta social y la de los dispositivos sanitarios y de salud pública. Sobre todo, prepararnos para creer que ahora sí hemos conjurado definitivamente la amenaza.
No se trata de una gripe
El covid es la enfermedad que produce el coronavirus, y nunca será una gripe. Por dos motivos fundamentales. El primero, por la mortalidad que tienen atribuida, a día de hoy un 1,2% en nuestra estadística oficial. De cien casos confirmados de enfermedad, más de uno muere. Es una cifra de letalidad que no se ha visto nunca en la gripe. La segunda razón es de carácter clínico. La gripe en personas sanas es una infección autolimitada, esos cinco días de pesada convalecencia que todos hemos experimentado alguna vez, y cursa sin secuelas significativas para la mayoría de la población. Sólo quienes tienen otro tipo de patologías pueden morir por la concurrencia de la gripe, a diferencia del covid, que puede evolucionar por sí de manera mortal con independencia del estado previo de salud del paciente. El coronavirus, además, es capaz de inducir patología pulmonar, cardiovascular y neurológica, al menos. Nada que ver, desde el punto de vista clínico, con una gripe.
Lo que parece obvio para cualquiera es que a día de hoy ómicron está fuera de control epidemiológico. Ningún país ha podido ponerle limitaciones significativas. Israel, que ha hecho de este asunto una materia de seguridad nacional, ha comprobado que el nivel de contagios es inmenso, y ha empezado a acariciar la idea de que es mejor no oponerse a la progresión de esta variante porque además podría dejar una estela de superinmunes, compuesta por aquellas personas que habiendo sido vacunadas, han añadido más anticuerpos por la vía natural de la infección.
No sabemos qué proporción del total podría derivar en covid persistente, una modalidad de la enfermedad de carácter crónico, más frecuente en mujeres, y que no depende de haber pasado por una fase aguda especialmente complicada
La idea de emplear a ómicron como el inmunizador natural y universal es en sí atractiva, principalmente porque nos sugiere un alivio psicológico después de dos años de drama y tensión. Pero como tal es muy arriesgada. Aunque sea una versión menos patogénica del virus, sigue causando ingresos, ingresos en UCI y muertes, y como cualquier escolar sabría calcular, aunque el riesgo clínico atribuible a la variante sea menor, si aumenta la base de infectados también lo hará el número de los que evolucionan hacia esa gravedad. Además, no sabemos qué proporción del total podría derivar en covid persistente, una modalidad de la enfermedad de carácter crónico, más frecuente en mujeres, y que no depende de haber pasado por una fase aguda especialmente complicada.
Junto a estos escrúpulos médicos, hay otros más concretamente virológicos. Si un virus todavía joven circula extensamente, es más probable que encadene nuevas variaciones o recombinaciones con otros patógenos, lo que añade una incertidumbre sobre cómo serán los próximos pi, ro o sigma. Darle sitio a ómicron es, desde el punto de vista de la salud poblacional, jugar con fuego.
El parto de los montes estableció como singular disposición que las mascarillas deberían usarse en espacios abiertos, algo que ya estaba prescrito en cierta forma en normas anteriores
Antes de Navidad, cuando ya se sabía de esta variante, tuvo lugar una Conferencia de Presidentes enfáticamente convocada por Pedro Sánchez como toda respuesta a lo que se veía venir. El parto de los montes estableció como singular disposición que las mascarillas deberían usarse en espacios abiertos, algo que ya estaba prescrito en cierta forma en normas anteriores. Absoluta dejación, una vez más, de un Gobierno de España que ya no sabe qué hacer para sacudirse las pulgas de la pandemia. Antes, con la “cogobernanza” como modelo de elusión de responsabilidad; y ahora, con la intención de hacernos creer que ya somos endémicos, como aquel otro gobierno que nos dijo a los españoles que ya éramos espaciales. Mientras, el sistema sanitario aparece de nuevo colapsado, con una atención primaria que ya no puede más, que ha de gestionar las bajas laborales por autodeclaración, sin capacidad de rastreo ni seguimiento de los casos, de nuevo relegando patología crónica y desprogramando actividad quirúrgica a causa de la escasez de recursos hospitalarios.
No es casual, de ninguna manera, que el concepto de “gripificación” ya esté deliberadamente introducido en la opinión pública. Por el momento carece de sustento científico, por más que algunos países lo estén perfilando como modelo de cambio estratégico. En nuestro país constituye el anhelo político de quienes nunca han sabido, o no han querido, hacer nada congruente para atajar este problema.
Disociar su epidemiología de su clínica
Con ómicron hemos vuelto a estar a merced del virus, ese al que habíamos vencido. Pero también podemos aprender algo. La situación que estamos viviendo acredita que la victoria frente a la pandemia ya no consiste tanto en limitar la extensión del virus, algo que en este caso se ha revelado como casi inviable, sino en reducir lo más posible su impacto en la salud de las personas. Es decir, disociar su progresión epidemiológica de su progresión clínica.
Y para ello ya tenemos bastantes instrumentos, aunque no siempre se sepan usar con toda la ambición necesaria. Por una parte, las vacunas, la gran defensa frente al agravamiento de los casos contagiados. Después, los tratamientos específicos que ya están disponibles, tanto los orales de reciente desarrollo y que podrán utilizarse en régimen ambulatorio, como los anticuerpos monoclonales, la inmunización pasiva, disponibles desde el pasado verano para uso hospitalario. Añadamos al arsenal una mayor disponibilidad de test de antígenos que faciliten el acceso precoz a los recursos de prevención secundaria, y un modelo de mayor corresponsabilidad civil que deposite más confianza en el discernimiento de las personas sobre su propio estado de salud.
Si usamos adecuadamente todo lo que ya tenemos podremos abrir un foso entre las cifras de contagios y las de ingresados y muertos, y ese será el momento en el que podamos hablar de cierto dominio de la situación, el que necesitamos tener frente al virus. Pero para articular esta nueva etapa haría falta que alguien elaborara un plan de acción sanitaria digno de tal nombre, y no parece que vaya a surgir ni del emasculado Ministerio de Sanidad, ni de unos servicios autonómicos de salud que bastante hacen con aguantar, ya por sexta ocasión, el embate.