Recorrer miles de kilómetros y escalas de una punta a la otra del globo para ver un partido de fútbol parece una locura a este lado del Atlántico...pero no para los que estuvimos del otro.
Lo más hermoso y difícil de entender probablemente sea el amor. Para un argentino, esa mezcla de los genes latinos más apasionados, el fútbol es amor: darlo todo y sufrir por tu equipo sin esperar nada. Irracional, sí, pero inexorable a esta altura de la historia: mi viejo me lo contagió y si yo no hago lo mismo, destruiría la memoria del viejo. No hay derrota que pueda con eso.
La pareja y el trabajo pueden esperar. Son coyuntura, como el dinero. Pudiste pagar la entrada 300 o 3.000 euros, tu salario de uno o varios meses o incluso años. Pero no importa, eso va y viene, siempre habrá algún familiar, amigo o chollo, alguna forma de sortear la crisis, una más de tantas.
La final de la Copa Libertadores entre River y Boca era el cénit del éxtasis romántico futbolero con una única pega: no se sabe si volverá a repetirse en la vida. Y la vida está para vivirla, no para dejarla pasar. La pasión se siente y se vive y en todo caso se controla pero no se elude. No, eso sería matar parte de la vida.
La vida está para vivirla, no para dejarla pasar. La pasión se siente y se vive y en todo caso se controla pero no se elude. No, eso sería matar parte de la vida"
Haber vivido la fiesta del partido en primera persona me ha provocado en definitiva la hermosa nostalgia de la pasión de ser argentino, una contradicción permanente.
Me enorgullece un River-Boca en el Bernabéu con la épica del de ayer, plagado de historias como la de Jonathan Maidana, ese defensor que salió de Boca y tuvo lo que hay que tener para aceptar jugar en el desdichado River que se hundió a la segunda y emerger hoy como uno de los estandartes del Rey de América. O incluso la del uruguayo Nahitan Nández, que dejó el cuerpo, el alma y algo más para que Boca sucumbiera a las lágrimas pero de pie, como caen los grandes, y ante una afición con algunos héroes que aún en el mayor de los duelos, llegaron a aplaudirle.
Todo ello sin embargo forma un cóctel que, pasadas unas copas, consigue también entristecerme, por aquello de que pareciera haberse repetido la película de 1492. Al fin y al cabo, conseguimos entrar por la puerta grande al centro de la atención mundial a costa de un 'papelón' monumental. Un capítulo más de la historia nuestra, una sociedad todavía adolescente y rebelde que vive un todo o nada frenético donde están los estúpidos 'boludos' como los de ayer que procuran respetar las normas y los muchos otros que se sienten un David que puede sacar tajada de lo que sea para ganar a cualquier supuesto Goliat como si la ética tuviera menos peso en la vida que en un partido de fútbol.
Ojalá, por fin, asumamos que la soberana boludez es todo aquello que ha derivado en que el tesoro de la primera y quien sabe si única final de la Copa de los Libertadores de América de fútbol entre dos equipos argentinos se haya quedado en Madrid.