Opinión

Hipócrates, la luna y el Libro Blanco del Brexit

Por mucho que Theresa May se empeñe, al final tendrá que enfrentarse a la decisión verdaderamente trascendente: o admitir los costes de una frontera en Irlanda del Norte o someterse plenamente a la legislación europea

  • La primera ministra de Reino Unido, Theresa May.

Hipócrates de Quíos fue un matemático y astrónomo griego que vivió en el siglo V a.C. En su juventud había sido comerciante, pero, harto de sufrir los robos de piratas y funcionarios aduaneros corruptos, decidió dedicarse a la enseñanza. Uno de sus mayores descubrimientos fue el de las denominadas “lúnulas de Hipócrates”, áreas con forma de media luna adyacentes a un círculo y con un área equivalente a la de un triángulo interior. Entonces se creyó que la solución de Hipócrates permitiría desentrañar el hasta entonces irresoluble problema de encontrar, con regla y compás, un rectángulo con un área equivalente a la de un círculo –más conocido como el de la cuadratura del círculo.

De la misma forma, la primera ministra británica, Theresa May, creyó estar más cerca de la cuadratura del círculo cuando presentó a su gabinete en la reunión de Chequers el Libro Blanco del Brexit, que contiene una forma blanda del mismo que creía iba a satisfacer a todos.

Para haber tardado dos años, desde el punto de vista comercial la solución no suena demasiado original, y se asemeja bastante a versiones anteriores del Libro Blanco como la de mayo de 2018, en la que la estrategia del Reino Unido se refleja en la media luna del gráfico siguiente:

La media luna del Brexit

Es decir, mantener con la Unión Europea una zona de libre comercio para bienes libre de fricciones, pero fuera de una Unión Aduanera. Para ello el Libro Blanco propone una zona de libre comercio con una regulación común para bienes –incluidos los agroalimentarios– y que incluya solo las “las reglas necesarias para evitar fricciones en frontera”, así como la introducción de un nuevo “arreglo de facilitación aduanera” (Facilitated Customs Arrangement o FCA). Dicho arreglo sería una especie de mecanismo rápido de establecimiento de aranceles de los bienes que entren por la frontera del Reino Unido, en función de si su destino último es el propio Reino Unido o algún país europeo, con un complejo mecanismo de compensación cuando el destino del bien no esté claro. Vamos, una aduana casi invisible.

Como veíamos en un reciente artículo, la libre prestación de servicios resulta incompatible con un pleno control migratorio. El Libro Blanco, al menos, reconoce que, en materia de servicios financieros e inversiones, el Reino Unido reducirá su nivel de acceso al mercado de la Unión, aunque intentará adoptar disposiciones sobre servicios financieros que, sin replicar el régimen de “pasaporte europeo”, permitan una cierta fluidez.

A cambio de instaurar ese complejo sistema de circulación bienes y sacrificar la libre prestación de servicios –perjudicando gravemente a la City londinense–, el Reino Unido podrá alcanzar el objetivo soñado: el fin de la libre circulación de personas. Podrá así establecer controles de inmigración, intentando preservar en la medida de lo posible el flujo de ciudadanos europeos para prestar servicios y hacer negocios. Sin duda un gran coste por inmigrante evitado.

May ha tardado dos años en darse cuenta de que para poder imponer restricciones a las personas deberá respetar la libre circulación de servicios

Pero el problema es que la propuesta de May, insuficiente para ministros como Boris Johnson o David Davis –que dimitieron poco después–, probablemente tampoco sea suficiente para que el Reno Unido evite una de sus líneas rojas: la creación de una frontera en Irlanda del Norte. El “arreglo” aduanero tiene pinta de ser un mal arreglo, por insuficiente.

Y es que si dentro de un grupo de países que constituyen una zona comercial se quieren suprimir las fronteras, no solo es imprescindible establecer un arancel aduanero común, sino también armonizar las legislaciones. El motivo de tener que imponer un arancel común es evidente: si no existiera control de mercancías en las fronteras interiores (como ocurre ahora dentro de la Unión Europea), pero cada país mantuviera intacta su capacidad de imponer aranceles, todos los bienes entrarían siempre por el país que impusiera un menor arancel, para después transportarse –ya sin obstáculo alguno– al país de destino; por eso todos los países de la Unión Europea imponen exactamente el mismo arancel a toda mercancía que entra por cualquiera de sus puertos. Adicionalmente, imaginen que un producto fabricado en China se modifica después en Marruecos antes de entrar en Europa: para permitir que el producto modificado se considere marroquí (y por tanto beneficiario del acuerdo de asociación UE-Marruecos) es imprescindible que todos los países europeos coincidan en la modificación mínima imprescindible que se ha de producir en Marruecos. Y así sucesivamente: si la Unión Europea impone unas medidas de seguridad sobre juguetes o alimentos importados, no puede permitirse no tener control en frontera con un país que establece medidas de seguridad más laxas. No caben, pues, regulaciones distintas en una zona donde los bienes circulan sin control.

Por tanto, por mucho que se quiera establecer un “comercio sin fricciones” entre una Irlanda del Norte (parte de un Reino Unido ya fuera de la Unión Europea) y la República de Irlanda (parte de la Unión Europea), tendrá que haber siempre un mínimo control de mercancías. Ya puede insistir el Libro Blanco en que se abandonará la Unión Aduanera (que es como se denomina a una zona de libre comercio con arancel común y armonización de legislaciones sobre bienes), pero si se quiere evitar que los camiones que vayan de Belfast a Dublín estén sujetos a inspección, el Reino Unido va a tener que establecer con terceros países exactamente el mismo arancel que la Unión Europea y aplicar la misma legislación. Qué ironía: tendrá que usar su recobrada libertad de política comercial para copiar íntegramente aranceles y legislación. Libertad, pues, pero para hacer lo que le manden.

La realidad es que todo el mundo sabía desde un principio que solo una Unión Aduanera permitiría evitar los controles en frontera. Bueno, todo el mundo menos David Davis, quien nada más ser nombrado decía que, tras el Brexit, se negociarían acuerdos comerciales con cada uno de los países europeos –empezando por Alemania–, poniendo de manifiesto que el principal negociador del Brexit ni siquiera sabía cómo funcionaba la Unión Europea –donde las competencias para los acuerdos comerciales son exclusivas de la Comisión.

Cuando un portavoz de la primera ministra asegura categóricamente que no habrá un segundo referéndum, hay que pensar que la vuelta atrás es ya una posibilidad real

Theresa May ha tardado dos años en proponer una solución que, al menos, es más coherente que lo que decía al principio. Ha dejado claro que la prioridad es mantener las cadenas de producción de bienes –como las de Airbus o las de Rolls Royce–, sacrificando la libre circulación de servicios para poder imponer restricciones a las personas. Pero, pese a que cree que con ello se va a librar de las fricciones entre las Irlandas, el asunto no está claro.

May, como Hipócrates, pensaba que, porque una media luna se parece mucho a un círculo y es equivalente al área de un triángulo, llegaría un momento en que podría pedir la luna entera y encontrar un rectángulo equivalente. No se da cuenta de que, por mucho que insista, al final tendrá que enfrentarse a la decisión verdaderamente trascendente: o admitir los costes de una frontera en Irlanda del Norte o someterse plenamente –ya sin voz ni voto– a la legislación europea. O también, claro, volverse racional, echar marcha atrás y reconocer la imposibilidad de un Brexit sin elevados costes. Cuando un portavoz de la primera ministra asegura tan categóricamente que no habrá un segundo referéndum “en ninguna circunstancia”, ya hay que empezar a pensar que la vuelta atrás empieza a ser una posibilidad real.

Trascendente es, por cierto, la denominación que se da en matemáticas a los números que no son raíz de un polinomio con coeficientes racionales. Y es que, pese a las esperanzas de Hipócrates, tuvieron que pasar más de dos mil años hasta que por fin, en 1882, el matemático alemán Ferdinand von Lindemann demostrase que el número pi era trascendente, lo que hacía matemáticamente imposible, de una vez y para siempre, la cuadratura del círculo.

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