Opinión

Historia de un pobre hombre

Con el tiempo y habiendo cotizado poco o casi nada en sus últimos años, se jubiló y asistió atónito a los escándalos de corrupción que se sucedían uno tras otro

  • Imagen de una calle peatonal de noche -


Nacido en una familia de la clase media que se creó en los sesenta del siglo pasado al amparo del desarrollismo y el pluriempleo, se sentía algo de izquierdas porque su padre estuvo en la cárcel un año y medio al finalizar la guerra. Sabía que Franco mandaba y, según lo que oía en su casa, el franquismo era un régimen criminal que había asesinado a una república justa y de los trabajadores. Le inquietaba que una hermana de su madre, monja, había sido torturada y asesinada en algo llamado Cheka y que a su abuelo materno lo habían matado en un sitio que se llamaba Paracuellos por ser de algo llamado CEDA y comprar el ABC.

Estudió, se formó, se colocó en una gran empresa nacional, vivió como otro joven de su edad y, en su momento, cuando Franco murió en la cama lo celebró junto a su familia con champán. Su padre rezongaba contra el que ahora ostentaba la jefatura del estado, un rey que había puesto Franco para que continuase la dictadura. Pero resultó que aquel rey llevó al país hacia unas elecciones libres con todos los partidos legalizados, se creó una constitución entre todos y cuando hubo un golpe de estado ese mismo rey lo conjuró saliendo a defender la democracia. Nuestro protagonista vivía ajeno a esos asuntos porque bastante tenía con sacar su familia adelante. Tres hijos, dos hipotecas y una mujer que cada día andaba más malucha de salud hasta que se supo, en mala hora, que tenía un cáncer que se la llevó en pocos meses. El hombre se sintió más solo que nunca, máxime porque ese mismo año su padre también falleció. Su madre lo había hecho hacía algunos años.

Por las cosas de las crisis, nuestro hombre perdió su empleo porque el gobierno malvendió la empresa a una multinacional que hizo un reajuste bestial de plantilla y tuvo que dedicarse a sobrevivir. Seguía votando a la izquierda, más por respeto a su padre. Felipe no le parecía mala persona, pero no acababa de entender como el socialismo renunciaba a todo lo que poseía el estado en materia de empresas e infraestructuras para vendérselas a precios de saldo a compañías extranjeras.

Con el tiempo y habiendo cotizado poco o casi nada en sus últimos años laborales porque nadie contrata a alguien que pase de los cincuenta, se jubiló con una miseria y asistió atónito a los escándalos de corrupción que se sucedían uno tras otro. No daba crédito cuando éste o aquel cargo de izquierdas era acusado por la justicia de desfalcos, robos, comisiones ilegales, blanqueo de dinero y demás delitos que él, honrado a carta cabal, consideraba incompatibles con esa ideología. Ahora malvive en una residencia para ancianos. Sus hijos rara vez lo visitan. Siendo poco hablador, no tiene muchos amigos, solo uno que, a diferencia de él, siempre había sido de derechas. A veces le dice cuando se esconden tras unos setos a fumar un pitillo, cosa prohibidísima en aquel gulag disfrazado de amable refugio, “Hay que ver, los tuyos y los míos son iguales a la hora de meter la mano en la saca. Qué idiotas hemos sido”. Nuestro protagonista le da la razón. Ha sido precisa toda una vida para darse cuenta de la trampa. “Nos han engañado como a chinos”, insiste su colega. Nuestro protagonista apaga el cigarrillo ante la llegada de una cuidadora que les grita cual cabo cuartelero: “Nosotros matándonos para cuidaros y vosotros cargándoos la salud”, les espeta, tratándoles de tú sin educación ni respeto.

Al otro lado del tabique, su compañero también llora. Son las dos Españas que se unen en una misma desventura, en un mismo desgarro

Nuestro protagonista, cuando se queda solo en el cuartucho que le han asignado con una cama incómoda, un armario y un póster del Inserso -"aquí estarás como un rey, papá”, le dijeron sus hijos cuando lo desterraron a aquel penal del diablo- no puede reprimir el llanto. Se siente engañado. Se siente enfadado. Se siente utilizado. Al otro lado del tabique, su compañero también llora. Son las dos Españas que se unen en una misma desventura, en un mismo desgarro. Viejos, tirados como una colilla, con la sensación de haber hecho el primo solo para que otros se lucrasen. De esto nadie hablará ni se celebrará ningún acto pomposo.

La realidad no gusta a los que mandan.

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