He sido usuario pertinaz, contumaz y agradecido del taxi durante muchos años. Muchísimos. Cuando muera arruinado, se podrá decir de mí lo que de sí mismo decía Fernando Fernán Gómez: “He gastado una verdadera fortuna en dos cosas: en invitar a los amigos en bares y restaurantes, y sobre todo en taxis”. Nunca me gustó el metro, con su olor a azúcar fúnebre y sus rostros inexpresivos, y el autobús me daba una congoja casi adolescente, no sé por qué. Siempre he preferido arrostrar las burlas de los amigos, que me llamaban señorito con bastante mala leche, e ir en taxi.
No lo haré más.
Mi último taxi fue el del pasado 24 de diciembre, Nochebuena. A las cuatro de la tarde iba con el tiempo bastante justo para subirme al tren que había de llevarme junto a los míos. Al llegar a la estación de Chamartín, busqué mi tarjeta de crédito en el bolsillo de siempre. No estaba. No estaba por ninguna parte, me registré de arriba abajo como un azogado. No podía pagar el taxi y, lo que es peor, no sabía si alguien la había encontrado y me había desvalijado vivo. Imagínense el ataque de nervios.
Pero todavía quedan ángeles en el mundo. El taxista, que se llamaba Antonio, no solo no me cobró la carrera (cómo iba a hacerlo, pobre de mí) sino que volvió a llevarme a mi casa mientras trataba de calmarme con buenos deseos. Me dio su número de teléfono: “Llámeme y ya me pagará usted cuando pueda. Feliz noche”. Subí a casa hecho una llamarada, encontré la p…a tarjeta, puse en el equipo de música el Aleluya de Haendel, quité el Aleluya de Haendel, llamé inmediatamente a Antonio y le pedí por favor que me recogiese exactamente en el mismo sitio del primer y fallido intento. Lo hizo. Mientras volvíamos al tren él me miraba por el espejito y se reía, casi más contento de mí que yo mismo.
Y le dije: “Algo me hace pensar que he tenido muchísima suerte. No todos los taxistas son como usted, ¿verdad?”. Y él me miraba por el espejito, alzaba unas cejas muy expresivas y se carcajeaba sin ruido, como quien dice: no lo sabe usted bien. El caso es que, gracias a Antonio (gracias, gracias, gracias, Antonio), pude cenar con mi familia.
Me vi rodeado de taxistas que proferían epítetos y exhibían tales gestos que, comparado con ellos, Gabriel Rufián habría pasado por un pulidísimo espejo de urbanidad
Hace unos días, un sábado, tenía que volver a la misma estación para tomar otro tren, esta vez a Valladolid. Como siempre, iba algo justo de tiempo, tampoco demasiado. Ya estaba en marcha el cierre patronal (que no huelga) de los taxis. Llamé a un VTC. En tres minutos me recogió y salimos zumbando hacia Chamartín. Cuando faltaban apenas unos cientos de metros para llegar a nuestro destino, nos vimos rodeados de taxis por los cuatro costados. Recordé los documentales en los que los leones persiguen a la gacela. Los que iban a la izquierda y a la derecha comenzaron a ejecutar aspavientos muy desagradables y muy explícitos que no se dirigían al conductor, sino a mí; proferían epítetos y exhibían gestos tales que, comparado con ellos, Gabriel Rufián habría pasado por un pulidísimo espejo de urbanidad y finura cortesana. Los que iban delante redujeron la marcha al mínimo, con la más que obvia intención de que yo perdiese el tren en justo castigo por mi perversidad, que consistía en haber contratado un medio de transporte completamente legal.
No lo consiguieron porque mi conductor, que se llamaba Hamid (el clemente, el misericordioso), soltó un atronador denuesto en su lengua materna, pegó un volantazo que ni en las películas del Chusnorris, invadió el carril de la derecha con la misma furia con que las huestes de Saladino se lanzaron a la toma de Jerusalén y me dejó en la estación con una tremenda taquicardia, pero vivo. Y a tiempo.
No volveré a parar un taxi nunca más. Nunca. Lo siento, Antonio.
Se quejan los airados (airadísimos) taxistas de que no se está cumpliendo la ley y que hay muchos más VTC de la célebre proporción de treinta taxis por un coche de la competencia. Tienen razón. Lo que los taxistas no dicen, y sí lo explican los de los VTC, es que esa norma se cumplió religiosamente hasta 2010; que entre 2010 y 2015, la Unión Europea dispuso la liberalización del sector, así que, durante esos años, casi cualquiera pudo pedir una licencia, ya que el límite 30/1 no existía: de ahí la desproporción que hoy vemos. Porque en 2015 (siguen diciendo los del VTC) se volvió a imponer el límite de 30/1, y desde entonces, según ellos, no se ha concedido ni una sola licencia más, dada la desproporción que aún hay. Según esto, lo que los taxistas quieren no es que se cumpla la ley, sino que se cambie. Que se aplique con efecto retroactivo, un contradiós jurídico que esconde la verdadera intención de los taxistas: no que se dejen de dar licencias de VTC, sino que se quiten las que ya hay y que fueron concedidas con todo el amparo de la ley. Es decir, quieren eliminar a la competencia por las bravas. Por las muy bravas.
Lo que se quiere no es que se cumpla la ley, sino que se aplique con efecto retroactivo, un contradiós jurídico que esconde la verdadera intención de los taxistas
Y no les faltan motivos. Muchos se sienten al borde de la ruina. Y con razón. ¿Saben ustedes cuánto cuesta ahora mismo una licencia de taxi en Madrid? Entre 100.000 y 150.000 euros. Esto lo dicen en la Prensa los propios taxistas, búsquenlo porque lo encontrarán. Eso es una hipoteca para toda la vida. ¿Y saben por qué es tan cara? Porque los taxistas, o mejor habría que decir las mafias del taxi (que no son todos los taxistas), especulan con las licencias. Un taxista que se jubila casi nunca devuelve su licencia al Ayuntamiento, que es lo que tendría que hacer, según la ley. La vende a otra persona que la quiera comprar. Y le pide lo que le da la gana: treinta veces más de lo que vale, porque el Ayuntamiento cobra 5.000 euros por una licencia. De ahí a los cien mil o a los ciento cincuenta mil está el “plan de pensiones” del taxista jubilado; es decir, la especulación. De ahí el más que comprensible pánico de los taxistas: si se mantiene como está la competencia con las VTC, muchísimos tienen la soga al cuello. ¿Y por culpa de quién? ¿Eh?
“Somos taxistas, no terroristas”, gritan ahora por la calle. Cómo no creerles. Entre ellos hay un ángel de bondad que se llama Antonio. Pero Gelmiro, el veterano señor ecuatoriano que me trajo hace tres días hasta mi casa, no conoce a Antonio; conoce más bien a los bondadosos y respetuosos profesionales del taxi que hace unos días, cuando él dejaba a dos pasajeros en el aeropuerto, le agredieron, le pisotearon las gafas, esparcieron las maletas de los dos viajeros y, como él me decía, “no sé lo que habría pasado si no interviene la Guardia Civil”.
Esta no es una historia de buenos y malos. Como dice una de las personas que más quiero en este mundo, “santos, lo que se dice santos, vamos quedando cada vez menos”. Si todo permanece como está, una gran cantidad de gente tiene muchísimo que perder. Si se comete el disparate de aplicar la actual ley con efecto retroactivo, otra gran cantidad de gente se quedará sin trabajo. No quisiera yo estar en los zapatos de quien tenga que tomar la decisión final.
Pero, en estas nada cómodas circunstancias, mi opción personal está tomada. No aguanto la mala educación, la agresividad ni las amenazas. Lo siento, querido e inolvidable amigo Antonio, pero no volverás a verme en tu taxi. Ni en ningún otro. Que tengas suerte, porque al menos tú sí te la mereces. No me atrevo a decir lo mismo de todos tus compañeros. Y bien que lo siento.