Opinión

La honradez recompensada siempre en España

Al menos en este caso, la jugada está clara. Lo que pretende la editorial de los libros de Agatha Christie (HarperCollins), en complicidad con los herederos de la escritora, es seguir ganando dinero

  • Editorial HarperCollins -

La editorial que publica las obras de Agatha Christie ha contratado los servicios de una comisión de “lectores sensibles” que están reescribiendo las novelas de la ilustre autora para adaptarlas a las “sensibilidades modernas” y evitar que posibles lectores actuales puedan sentirse ofendidos por algunos términos o situaciones. Ya se han eliminado párrafos enteros de los libros que cuentan las andanzas de Hercules Poirot o Miss Marple, en algunos casos escritas hace alrededor de un siglo. Se han suprimido “referencias étnicas” que aludían a negros, judíos o gitanos. Se han expurgado expresiones o situaciones que hoy se considerarían sexistas o machistas, como comparar el torso de una mujer con el mármol negro. A una de las grandes obras de la autora, que está entre las mejores novelas policiacas de todos los tiempos, le han cambiado el título: ya no se llama Diez negritos sino Y no quedó ninguno. Y en el texto, la célebre “isla del Negro” se llama ahora la “isla del Soldado”.

Pues muy bien, hombre, pues muy bien. Lectores sensibles, ¿eh? Ese es el amable, esterilizado e inocuo nombre que recibe ahora la Inquisición. Aquellos avinagrados y lúgubres personajes que, en la dictadura de Franco, blandían el lápiz rojo y se dedicaban a despedazar libros, obras de teatro, películas y desde luego artículos en Prensa, tachando a veces páginas enteras, entonces se llamaban censores. Ahora son “lectores sensibles”. Con dos… congojos. 

Al menos en este caso, la jugada está clara. Lo que pretende la editorial de los libros de Agatha Christie (HarperCollins), en complicidad con los herederos de la escritora, es seguir ganando dinero, porque los libros de Christie se siguen vendiendo como pan bendito. Si para ello hay que destruir lo que ella escribió y cambiarlo por otra cosa más “sensible”, pues oye, pues mira qué bien: no les importa un puñetero rábano la obra de la inmensa abuela, lo único que les interesa es el dinero. Además, doña Agatha está muerta y no será fácil que proteste. Lo mismo se ha hecho con las obras de Roald Dahl, que también está convenientemente muerto, y con películas diversas, como las de James Bond o Lo que el viento se llevó, de 1939. Ah, pero hay una diferencia muy importante entre aquella censura y esta. Fíjense bien.

Si para ello hay que destruir lo que ella escribió y cambiarlo por otra cosa más “sensible”, pues oye, pues mira qué bien: no les importa un puñetero rábano la obra de la inmensa abuela

Quizá alguno de ustedes recuerde una espléndida serie de televisión que se emitió en TVE hacia 1974, antes de la muerte del dictador. Se titulaba Silencio, estrenamos. La había escrito Adolfo Marsillach y la dirigió Pilar Miró. El asunto consistía en un señor corriente de unos 50 años que había escrito una obra de teatro (muy mala, pero esto él no lo sabe); el título era La honradez recompensada y trataba de un tipo que se había encontrado un billete de veinte duros y lo había devuelto. El hombre pretendía estrenarla. Para ello tenía que pasar, sí o sí, la censura oficial. El censor, una especie de grajo impecablemente interpretado por el hoy olvidado Pedro del Río, le obliga a cambiar casi todo el texto para adaptarlo a las ideas “del régimen”. Y le hace cambiar también el título, que acaba siendo La honradez recompensada siempre en España.

La burla contra la censura oficial era desternillante. Pero Marsillach fue más allá. Se rio ácidamente del vedetismo de los actores y actrices de entonces, de los críticos mendaces, del insoportable “compromiso político” de los actores de izquierdas, de la falta de escrúpulos de los empresarios, de las envidias y las zancadillas… De todo lo que conocía como nadie porque lo había visto casi desde que nació. 

Pues lo pasó mal. Y no por la censura oficial sino por sus propios compañeros. Durante años, el mundillo del teatro le dio la espalda o le miró con recelo; se había convertido en una especie de traidor. Porque reírse del régimen estaba bien, pero reírse de los que combatían al régimen era imperdonable. Ellos eran los puros, los que se llamaban a sí mismos (orgullosamente) progres, los que eran políticamente correctos. Y reírse de ellos, que tenían poquísimo sentido del humor, era tanto como apoyar a la dictadura: eso es lo que ellos habían decidido. Así que al gran Marsillach no lo fulminó la censura oficial. Fue víctima de la censura de su propia gente.

Eso es exactamente lo que está sucediendo en nuestro tiempo. En el mundo occidental ya no existe, por fortuna, la censura ejercida por el poder político. Ahora padecemos la postcensura de los grupos de ciudadanos (y ciudadanas, desde luego) que se creen en posesión de la verdad, que exigen que hablemos y que pensemos como ellos quieren y nada más. Son los revisionistas no solo de la historia sino de las ideas de todos, los vigilantes del lenguaje, los custodios de una nueva y estricta moral que ellos tratan de imponer; y a quien se resiste, se le destroza en las redes sociales, se le machaca vivo en Twitter, se le llama fascista cien mil veces, se le desacredita y se le hace la vida imposible. El gran Juan Soto Ivars, en su indispensable libro Arden las redes (Ed. Debate, 2017), les llamaba, con toda puntería, los “pajilleros de la indignación”. Estos son los que hoy han reemplazado a los cuervos censores que en otro tiempo anidaban en el Estado o en la Iglesia. Y son tan eficaces como ellos. O más.

Si usted (señora, señorita, caballero) es lo bastante gilipollas como para ofenderse porque una novela magistral se titule Diez negritos, pues mire, lo que tiene que hacer es no leerla. No sirve usted para eso, créame que lo siento. Si usted considera hoy ofensivo y racista ese título, que es de 1939, pues es que es usted tonto con balcones a la calle, como dicen en Sevilla; y si encima se pone usted a chillar por eso en el Twitter, en el feisbush o en la columna que le hayan dejado por ahí, pues además de tonto es un fanático con alma de inquisidor. Un sectario, un torquemadita de lo políticamente correcto. Un ignorante que no es capaz de entender que el pasado es el que es, que obedece a las reglas de su tiempo y no del nuestro; que es un insulto a la inteligencia pretender cambiarlo, repintarlo o “arreglarlo” para contentar a sus compañeros de secta, facción o camarilla, lo que prefiera.

Estos son los que hoy han reemplazado a los cuervos censores que en otro tiempo anidaban en el Estado o en la Iglesia. Y son tan eficaces como ellos. O más

¿O le apetece que sigamos por ahí? Muy bien. A ver a quién se le ocurre proponer en serio que se cambie el título de cierto peligroso y disolvente libro que se publicó hace algún tiempo, cuando todos éramos unos ignorantes y unos fascistas (porque estábamos allí, éramos nosotros), y pase a llamarse El ingenioso e igualitario hidalgo don Quijote de la Mancha, combatiente contra el heteropatriarcado opresor; queda algo largo pero no pasa nada, se hace la letra más pequeña. Y cambiar a Sancho Panza por una mujer, en nombre de la paridad, y que encima sea delgada, porque dejarlo como está es gordofobia. En música hay que cambiar muchas cosas, porque eso de que haya notas blancas y negras, y que las blancas tengan el doble de duración, es racismo en estado puro; así que, a partir de ahora, todas valdrán lo mismo, que es mucho más igualitario, y se llamarán notas blancas y notas de color o todavía mejor notas soldado, como proponen los torvos “lectores sensibles” de Agatha Christie.

Por lo mismo, varias de las estatuas de los antiguos reyes de España que hay en la plaza de Oriente de Madrid, que muchos son unos ancianos, se sustituirán por estatuas (nuevas) de Risto Mejide, porque si no cometemos pecado gordísimo de edadismo, y a los estudiantes de filosofía que no tengan ni puñetera idea de qué era la caverna de Platón (algo mucho más frecuente de lo que parece) se les cubrirá de besos y se les aprobará la asignatura sin dudarlo, no sea que se sientan agredidos en su claustrofobia. Y todo así.

Hace algún tiempo, en mi antigua página de Facebook, sufrí un súbito aluvión de proposiciones de amistad de señoras o señoritas de espectacular apariencia, todas con intenciones más que explícitas a cambio de una compensación económica. Me lo tomé a broma y puse un post que empezaba así: “Admiradas, respetadas y solícitas señoras putas…”. Bien, no pueden ustedes imaginarse la que me cayó encima. Varias feministas y de las JONS me pusieron verde, pero verde, por usar el término putas y me exigieron que lo cambiase, por ofensivo. La primera fue Karmele Marchante. Les hice caso. Sustituí el término “putas”, que entendemos todos, por cerca de 150 sinónimos obtenidos del Diccionario sohez del ilustre Delfín Carbonell Basset. Mis airadas censoras callaron como… muertas, quizá porque no tenían ni la más remota idea del significado de aquellos términos que yo puse uno tras otro. Y luego las bloqueé a todas, como es natural.

En fin. Me han entrado ganas de releer Diez coloreaditos, de doña Agatha, y después de volver a ver aquella maravillosa serie sobre La honradez recompensada siempre en España. Y viva la libertad de expresión. Jolines.

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