La respuesta de 800 profesores (pocos para los miles que son) y de algunos alumnos en Cataluña contra la dictadura nacionalista es un episodio más de la descomposición de esta sociedad. No vale argumentar que esto ha ocurrido siempre, como el impresentable ministro de Universidades, quien dice que “no me meto” porque "los estudiantes a veces se apuntan a cosas. En Madrid pasaba lo mismo, es normal”. Estamos en democracia y tolerar a los violentos es colaborar con el sometimiento de los pacíficos. Vulnerar los derechos fundamentales de alguien es un delito. Ignorar que se están violando las libertades de cualquiera es indigno.
No es posible equiparar las protestas estudiantiles contra la dictadura de Franco con lo que viene ocurriendo en la universidad española en las últimas décadas. Claudicar ante los violentos se ha convertido ya en un clásico. La historia es bastante corriente. La puede contar cualquiera que haya pasado por un centro universitario; siempre que no tenga miedo, claro. Porque el silencio, aguantar, mirar para otro lado, sonreír a la presión, son actitudes necesarias para que te dejen en paz, progresar en tu carrera académica o simplemente ir a clase.
La clave es el camuflaje social, apuntar en la agenda cuando los violentos, esos que hablan siempre en nombre de todos, han decidido parar la universidad, reventar una clase o una conferencia, y seguir trabajando en la sombra. El hecho es que la violencia no solo es la evidente, el cierre de puertas o las amenazas, sino el 'pasaclases' que interrumpe una lección para dar su mitin, el acoso personalizado, las pintadas, los carteles, o la okupación de espacios que crean un ambiente opresivo. La universidad es suya, y la conciben como un instrumento de transformación social, revolucionario, siempre con el inestimable auxilio de señalados profesores.
El sufriente se acaba acostumbrando, y ve normal lo que fuera escandaliza a cualquiera. Es en ese momento, el de la banalización, en el que los violentos, siempre identificados con la extrema izquierda, han ganado la batalla
El sufriente se acaba acostumbrando, y ve normal lo que fuera escandaliza a cualquiera. Es en ese momento, el de la banalización, en el que los violentos, siempre identificados con la extrema izquierda -en Cataluña y en otras regiones son los nacionalbolcheviques-, han ganado la batalla. En esto la complicidad de las autoridades es indispensable.
Un ejemplo: el claustro de la Universidad Autónoma de Barcelona aprobó el 21 de octubre un manifiesto de repulsa a la sentencia del procés, condenó la “violencia policial” y exigió la libertad de los “presos políticos”. La mayoría de las universidades públicas catalanas se sumaron al texto, y la de Lérida unió una declaración de personas non gratas señalando a Felipe VI, el juez Marchena y a Teresa Cunillera, delegada del Gobierno en Cataluña.
No es extraño, aunque es significativo de la enfermedad moral que vivimos, que la última hornada de políticos que quieren desmontar la democracia liberal, imponer una dictadura populista, y abrazarse al “(nacional) socialismo del siglo XXI”, haya salido de movimientos estudiantiles. Y se pasean como demócratas dando lecciones desde su atalaya pija y demagógica. Es esa generación de burguesitos que, dando una vuelta de tuerca a la teoría de Christopher Lasch, viven muy bien de clamar contra aquello que les ha convertido en privilegiados.
Es anormal que viviendo en el mejor periodo de la historia de España desde el punto de vista democrático, de libertades y de bienestar general haya aumentado entre los jóvenes el sueño de imponer una dictadura de izquierdas o nacionalista. Algo se ha hecho rematadamente mal. Hay que confesarlo: no se han construido costumbres democráticas desde las instituciones en estas décadas, sino pasotas, o intolerantes y violentas.
El respeto a los derechos individuales, base de cualquier democracia como contó Tocqueville, se ha sustituido por el culto a dogmas colectivistas y finalistas, como el nacionalismo, el ecologismo, o el igualitarismo material. No cabe la razón en este debate, es imposible, sino la emocionalidad más pueril, que es la situación exacta por la que ha trabajado esa oligarquía de políticos mediocres que pastorean a las masas. Ya dijo Gustave Le Bon hace más de un siglo que el inicio de las dictaduras se produce cuando el individuo se convierte en un sujeto silente, en una célula de un cuerpo que mueve otro.
Los sucesos de la Universidad catalana son un reflejo de lo que viene pasando en la española desde hace décadas. No es un fenómeno absoluto que afecte a todos y cada uno de los miembros de la comunidad universitaria, hay gente magnífica, pero la condiciona para mal, rebaja la calidad y la convierte en algo muy distinto de aquella cursilada cierta de Unamuno: “El templo del saber”.
Burke no se confundía: el mal triunfa cuando los buenos se callan. Vale. Ahora hablamos, pero hemos estado demasiado tiempo en silencio conllevando la hegemonía de quienes solo siembran odio.