Dicen las crónicas que la zarzuela en tres actos La Calesera estrenose un doce de diciembre de 1925 con música del maestro Francisco Alonso y libreto de González del Castillo y Martínez Román. Quién nos iba a decir que uno de sus momentos más celebrados iba a ser rescatado por el hombre que ejerce a la vez vicepresidencias y campañas anti monárquicas. Decimos esto porque uno puede imaginarse perfectamente a Pablo Iglesias cantando en medio del escenario el Pasacalle de Los Chisperos, mientras fija su mirada en el palco de Sánchez: “Yo no quiero querer a un chispero que finge, embustero, palabras de amor, y me cansan los majos de plante que se echan pa alante fingiendo valor. Militares tampoco me gustan, que a veces me asustan con el espadín, y torero tampoco le quiero porque entre los cuernos se tiene mal fin”. Claro que Su Pedridad podría replicar: “Pues si nada le gusta ni agrada, que espere sentada quien le haga tilín”.
Ay, a Iglesias no le gustan los militares, los policías, ni, ya puestos, los periodistas, a los que quiere echar del hemiciclo – hemicirco, que decía aquel magnífico ignorante que fue Pich y Pon - ni nada que no sea él mismo. Para Pablete lo único útil en cuestiones de pandemia son los médicos, los enfermeros y los profesores. Iglesias, que no es tonto, sabe que con sus incendios dialécticos distrae al personal de cosas sustanciales, como su nefasta gestión al frente de las residencias de ancianos o sus peleas de lavadero con Sánchez. Puro género chico.
Los uniformados son garantes del orden, de la ley, de eso que llamamos paz social. Lógicamente, a quien desea es subvertir todo eso, los espadines le incomodan"
Los profesionales de nuestras fuerzas armadas y de los cuerpos de seguridad se han indignado. Ninguno de los titulares de interior o defensa han dicho nada. Grande Marlaska, porque igual está comiéndose una hamburguesa en un local chipén y Margarita Robles porque está más fuera que dentro de un despacho que, dicen, ocupará en breve Susana Díaz en una espléndida patada hacia arriba. Da igual. Todos entendemos a los podemitas. Viven en la esquizofrenia que exige, por un lado, más guardia civil y policía para que vigilen sus casoplones y, por otra, que vayan marchándose a las islas Hébridas, como poco.
Y es que los uniformados son garantes del orden, de la ley, de eso que llamamos paz social. Lógicamente, a quien desea es subvertir todo eso, los espadines le incomodan. Es comprensible que entre ellos se den el agua al ver a lo lejos a un picoleto, a un guindilla, a la bofia, a un pistolo, a un Calimero, en fin, a un uniforme. Los espadines, que no espadones, molestan y mucho a los que les gritan que se vayan de sus barrios, a los que los apedrean inmisericordemente e incluso a quien los deja parapléjicos, para ser condenado después por asesinato, no sin antes haber sido jaleado por la mugiente horda del pijo progresismo.
Total, que en materia de zarzuelas se conoce lo que a Pablito le gusta y lo que no. Servidor, zarzuelero por herencia familiar, por vocación de tenor y por ser un amante de la música española, también tiene sus preferencias. He aquí una que me viene a la cabeza. Se trata de la magnífica obra de Chueca, La Gran Vía. Su genio castizo le hizo dedicar en el cuadro segundo una jota a los ratas, es decir, a los carteristas de aquel Madrid decimonónico. La hilaridad del respetable era colosal cuando aparecían en escena tres individuos que encarnaban a los ladronzuelos, tomadores y descuideros, que cantaban “Soy el rata primero, y yo el segundo, y yo el tercero. Siempre que nos persigue la autoridad es cuando más tranquilos timamos más” para asegurar que “A muchos les parece que nuestra carrera sin grandes estudios la sigue cualquiera”. Qué cosas. Viejos tiempos en los que, cuando le distrajeron la cartera a Chueca en plena vía pública, los causantes del robo se la devolvieron con una carta que decía “Los ratas de Madrid no roban al maestro Chueca”.
Había honor incluso entre los ratas. Sí, eran otros tiempos.