El mensaje del rey Felipe VI el día de Navidad igual servía para inaugurar un puente como para una entrega de premios. Sus palabras le pasaban de lado a las cosas a las que realmente aludían, apenas sin rozarlas. Cataluña como quien evita decir desastre, entendimiento cual versión baja en grasa de desaparición o la invocación al futuro como una forma de esperar a que las cosas se arreglen solas.
Si a Felipe II lo llamaban el Rey prudente, a Felipe VI podría bautizársele como el demasiado prudente, alguien cuya institucionalidad troca en incomparecencia. Ocurrió hace dos años, a las puertas de la Catedral de Palma, cuando la heredera al trono y la reina convirtieron una gresca familiar en bochorno institucional y él ahí, de piedra, pintado en la pared de su propio reinado.
A las palabras inofensivas, como a las promesas incumplidas, no se las espera
Si el de este año ha sido el mensaje menos visto, o el de segunda peor audiencia según los reportes, es porque la gente ya sabe lo que ahí se va a decir. Porque a las palabras inofensivas, como a las promesas incumplidas, no se las espera. Los discursos del Rey, como sus corbatas, parecen siempre el mismo. La demasiada precaución delata temor, y desde ya hace unas semanas los españoles perciben a un Rey que por no abusar del mando acaba sometido al arbitrio de otros, alguien que acepta y traga con entregar los premios princesa de Girona en Barcelona.
Los discursos del Rey, como sus corbatas, parecen siempre el mismo. La demasiada precaución delata temor
En La prudente venganza, la más notable de las cuatro Novelas a Marcia Leonarda, Lope abordó como Calderón de la Barca o Tirso de Molina el recurrente tema del honor en peligro, una obra cuyo espíritu paradójico hace lo que las tragicomedias: conceder al enredo y a la paradoja la propiedad de la acritud. Felipe VI, el mejor preparado, no parece cambiar el destino de una institución que no escapa de la la irrelevancia.
A este paso, majestad, sólo lo esperarán en la inauguración de un puente o del próximo tren de alta velocidad: ahí podrá leer siempre el mismo discurso, sin que haga falta cambiar de orden las palabras para disimularlo. Que al jefe del Estado se le considere accesorio, vaciado del peso que su institución entraña, es el primero y el más claro de los pasos para dejar de necesitarlo, de una vez por todas y para siempre. Y será justo ese exceso de prudencia, esa falta de intervención, una amenaza más seria que la de quienes buscan el fin de la monarquía.