“El indulto total se otorgará a los penados tan sólo en el caso de existir a su favor razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal sentenciador”. Así reza el artículo 11 de la Ley de 18 de junio de 1870, que establece las reglas para el ejercicio de la gracia del indulto.
No es ningún secreto que, para su graciosa majestad Pedromagno I, no hay razón más justa, equitativa y útil que aquélla que le sirva para mantenerse en el poder. Porque no existen intereses del Estado diferentes a los del jefe del Ejecutivo. No hay bien común para la sociedad que no coincida con el suyo propio ni mentira que no pueda ser redimida en función del provecho que se haya obtenido de la misma.
Miren si no lo que ha sucedido con el posible indulto a los políticos presos catalanes, sobre el que hemos tenido tantas versiones como identidades múltiples ha mostrado nuestro imperator. De garantizar el cumplimiento absoluto de la sentencia tras publicarse ésta en 2019, a pedir por boca de su lacayo con toga -alias ministro de Justicia- que veamos los indultos del procés con naturalidad.
Nunca nadie en nuestra historia reciente democrática ha mentido tanto y tan descaradamente ante la indiferencia pasmosa de sus votantes
Produce cierta hilaridad la prensa amiga cuando los califica como “cambios de opinión”, pero lo cierto es que el sanchismo ha convertido la mentira y la incongruencia en su marca distintiva. Nunca nadie en nuestra historia reciente democrática ha mentido tanto y tan descaradamente ante la indiferencia pasmosa de sus votantes.
¡A tomar viento los sesudos análisis que aseguraban que, tras la salida de Iglesias, el Gobierno iba a hacer un giro al centro para preparar un adelanto electoral! Pedromagno sabe que su estancia en el poder pasa por mantener prieto el nudo del cordón sanitario a la derecha que ha tejido con Podemos, independentistas y bilduetarras. No sólo para esta legislatura, sino de cara a las futuras. Y está dispuesto a usar como moneda de cambio el Estado de Derecho si es menester.
Supremacismo independentista
El indulto a los líderes procesistas condenados por los delitos de sedición y malversación es inaudito y peligroso. Inaudito porque sus autores no sólo no han mostrado arrepentimiento por sus actos, sino que han asegurado que lo volverán a hacer, y no precisamente utilizando el pretérito imperfecto de subjuntivo. Peligroso porque lo que está en juego no es el trono de Pedromagno, por más que sea lo único que a nuestro presidente parezca importarle: lo que está sobre la mesa es si en España existe una efectiva división de poderes. Porque con la concesión del indulto, Sánchez muestra a sus socios condenados que basta la voluntad política para sortear al Poder Judicial, único dique de contención en la práctica al supremacismo totalitario independentista.
Una nueva tropelía arbitraria -otra más- con la que el Gobierno pretende culminar la enésima desviación de poder: tras constatar el Tribunal Constitucional que instrumentalizó una norma sobre medidas contra la pandemia para colocar a Iglesias en la Comisión del CNI, ahora pretende utilizar una medida de gracia de carácter excepcional para perpetuarse en la poltrona.
Algo cambió en noviembre de 2013, cuando el gobierno del Partido Popular decretó el indulto de un conductor kamikaze que segó la vida de otro automovilista
Yo aún no he perdido la esperanza de que sea la Justicia la que ponga fin al intento de nuestro Gobierno de prostituir la institución del indulto. Es cierto que, en lo que a la nulidad de esta medida se refiere, el Tribunal Supremo tradicionalmente no ha entrado a valorar las motivaciones sustantivas en las que el indulto se sustenta y se ha limitado a controlar el cumplimiento de los requisitos formales y procedimentales. Pero algo cambió en noviembre de 2013, cuando el gobierno del Partido Popular decretó el indulto de un conductor kamikaze que segó la vida de otro automovilista. En aquella ocasión, el Alto Tribunal consideró que sí que puede controlarse por los tribunales el ejercicio del derecho de gracia desde la perspectiva de la interdicción de la arbitrariedad de los Poderes Públicos. Y ello a pesar del carácter discrecional del acto de concesión o denegación del indulto, de la no exigencia de motivación en los términos exigidos para otros actos administrativos y pese a nuestra tradición histórica como país:
“Sí debemos enjuiciar si las 'razones de justicia, equidad o utilidad pública' --- que necesariamente deben de constar en el Acuerdo y que pueden responder a muy distintas causas (que pueden ir desde las carácter penitenciario o social a las de carácter personal o familiar)---, cuentan con apoyo real reconocible en los elementos reglados o formales que componen el expediente. Dicho de otra forma, entre la decisión de indultar (en modo alguno revisable jurisdiccionalmente) y la especificación de las 'razones de justicia, equidad o utilidad pública' (legalmente exigibles) , se nos presenta un espacio, jurisdiccionalmente 'asequible', por el que debe transitarse con los instrumentos de la lógica jurídica (…) En consecuencia, hemos de tener acceso para comprobar si la operación jurídica llevada a cabo por el Consejo de Ministros, dirigida a especificar y revelar las expresadas razones ---a la vista del expediente tramitado---, que constituyen el interés general de tal actuación, ha conseguido realmente tal finalidad en el terreno ---asequible para nosotros--- de la lógica y la racionalidad jurídica, pues, si bien se observa, la arbitrariedad es la ausencia de racionalidad, y en consecuencia todos los actos del Poder Ejecutivo y de la Administración han de ser racionales”.
Esta novedosa jurisprudencia llevó al Supremo a anular el indulto en cuestión por no señalar las "razones de justicia, equidad o utilidad pública” a las que se refiere el artículo 11 de la ley. Llámenme ingenua, pero yo me aferro a la esperanza de que, con este otro indulto, pueda suceder algo parecido. Que sea el Poder Judicial el que recuerde al Ejecutivo que no puede conducirse de forma kamikaze contra nuestro Estado de Derecho.