Hace dos años escribí un artículo en el que analizaba que la “gripe española” en realidad nunca había sido tal, pues había nacido en los Estados Unidos. Seguidamente hacía hincapié en nuestra ingenuidad a la hora de aceptar acríticamente esa denominación (único caso de una pandemia con gentilicio nacional), hasta el punto de seguir oyendo y leyendo en medios españoles dicha referencia, casi con (ingenuo) orgullo (¡!).
Esa actitud un tanto inexplicable y bobalicona nos acompaña desde hace siglos, cuando nos creímos la “falsa” leyenda negra inventada por otros para acabar con nuestro lugar preeminente en el contexto internacional y de paso ocultar sus propias vergüenzas, mucho mayores que las nuestras. Lo extraño, y casi inexplicable en términos racionales, es que esa ingenuidad se haya consolidado como verdadero vicio nacional (más que la propia envidia), estando hoy en día más viva que nunca.
Somos ingenuos cuando aceptamos, sin revolvernos, que nos tachen injustamente de genocidas precisamente los autores de los mayores genocidios (estos sí reales) silenciados por la Historia: los que acabaron con el 95% de indígenas en Canadá, el 90% de aborígenes en Australia o el 100% en Tasmania. Los que se atrevieron a utilizar sin pudor tropas coloniales para sus guerras contra terceros, situándoles además en los puestos más peligrosos o de vanguardia: los “tirailleurs” senegaleses (en realidad de toda la África francesa) y los canadienses en la I y II Guerras Mundiales; o los gurkas en la guerra de las Malvinas. Los que casi acaban con los indígenas del norte de América (los pocos que dejaron sobreviven en reservas) se atreven a derrumbar estatuas de Colón o Junípero Serra (gran defensor de indios), pero dejan intactas las del presidente Harry S. Truman, único dirigente hasta la fecha que ha autorizado lanzar dos bombas atómicas sobre población civil.
La generación que votó la Constitución supo alumbrar un texto en el que quienes por edad no estuvimos llamados a votarla podemos sentirnos representados
Somos ingenuos cuando nos auto-despreciamos, minusvalorando nuestros propios éxitos, tanto pasados como recientes. Ningún otro país que hubiera multiplicado por siete su renta per cápita en apenas 40 años (en 1978 era de 4.344 $ y en 2017 es de 28.156 $) o reducido su tasa de inflación en un 90% (en 1978 era de casi 20% y en 2017 fue del 2%) dejaría de mostrarse orgulloso por ello. Nosotros nos lamentamos. Hemos construido un Estado de bienestar que (aunque sea susceptible de mejora) funciona y es generoso. Ello nos cuesta, por ejemplo, dedicar a pensiones y subsidio por desempleo el 30% del gasto público total (que supuso el 42,6% del PIB en el año 2016, mientras que en 1976 era el 25%). ¿Valoramos el esfuerzo y cuidamos lo que tenemos?
Somos ingenuos cuando asumimos con resignación “laica” que algunos jueces extranjeros se atrevan a cuestionar nuestro marco legal. Parece darnos vergüenza defender que tenemos una de las Constituciones más protectoras de los derechos humanos y una de las pocas que reconoce expresamente (art. 10.2) a la Declaración Universal de Derechos Humanos o a la Convención Europea como baremo interpretativo. En el año 2017 España sólo recibió 6 condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos frente a las 10 de Suiza, 12 de Francia, 16 de Alemania, 31 de Italia, 87 de Ucrania, 116 de Turquía o 305 de Rusia. Y los dos países cuyos jueces recientemente han discrepado de decisiones judiciales españolas (Alemania y Bélgica) paradójicamente presentan un registro más negativo de porcentaje de condenas que nosotros: España 67,3%, mientras que Alemania y Bélgica serían condenadas en un 70,6% de los casos que llegan al Tribunal.
Somos ingenuos si cuestionamos la legitimidad de nuestra Constitución por haber sido aprobada por una generación ya entrada en canas. Como decía Gustavo Bueno (ingenuamente olvidado), una cosa es el pueblo (conjunto de ciudadanos que viven sobre un territorio en un momento dado) y otra la nación, que incluiría no solo a los vivos, sino a los antepasados de estos y a los próximos ciudadanos por venir. Los vivos deben actuar no solo en interés propio (siempre coyuntural) sino con respeto a la herencia de sus antepasados (gracias a los cuales están aquí) y con responsabilidad parar garantizar el futuro de las próximas generaciones. El poder del demos por tanto no se limita solo a un presente (por esencia móvil) sino de debe ser capaz de actuar con responsabilidad integradora. Pues bien, la generación que votó la Constitución no se dejó llevar por la tentación del “tempus fugit” sino que supo alumbrar un texto que tuviera vocación de servir “in omnes tempus”. Hasta el punto de que quienes por edad no estuvimos llamados a votarla podemos sentirnos representados por los que lo hicieron.
Somos ingenuos si pensamos que el problema del separatismo catalán se resuelve convocando un referéndum. De celebrarse algún día, en caso de perderlo al poco tiempo pedirían otro
Somos ingenuos si pensamos que el problema del separatismo se resuelve con mayor autogobierno. La Constitución de 1978 otorgó un reconocimiento específico a los privilegios históricos del País Vasco (disposición adicional primera y transitoria cuarta). A pesar de ello fue la comunidad con un menor porcentaje de votos a favor de la Constitución (si bien con un holgado 69,1%). Es cierto que su Estatuto de Autonomía (que nació gracias a esa misma Constitución) llegó a contar con un apoyo del 90,27%, pero ni siquiera el reconocimiento de un sistema de financiación único en el mundo (que deriva en una sobrefinanciación) logró acabar con el terrorismo (que terminó muchos años después gracias principalmente a la firmeza democrática) ni con el fenómeno separatista. España es ya uno de los países más descentralizados del mundo, aunque este hecho tampoco se reconozca: el gasto de las Comunidades Autónomas (42,9%), más el de las entidades locales (17,1%) supera ampliamente al de la Administración Central (40%).
Somos ingenuos si pensamos que el problema del separatismo catalán se resuelve convocando un referéndum. Incluso de llegar a un acuerdo y celebrarse, en caso de perderlo al poco tiempo pedirían otro. De hecho, tal referéndum ya ha existido. Fue en 1978 y la Constitución logró en Cataluña un apoyo (90, 5%), por encima de la media (87,9%). Un porcentaje solo superado (por poco) en Murcia (90,8%), Canarias (91, 5%) y Andalucía (91,5%), y que representó casi un millón de votos favorables más que en la Comunidad de Madrid. Unos resultados bastante mejores, por cierto, que los de “otro” referéndum: el del famoso Estatuto de autonomía de 2006, donde votó el 59,7% (8 puntos menos de participación), mostrándose a favor el 88.15% (dos puntos y medio menos) y en contra el 7,76 % (tres puntos más). Y ello a pesar de contar desde 1980 con el poder político y el control social a través del sistema educativo y los medios.
Somos, en fin, ingenuos cuando analizamos nuestras amenazas externas e internas, tanto al identificarlas, diagnosticar sus verdaderas causas, como al proponer soluciones realistas. Una ingenuidad que, como la falsa gripe española, estamos al parecer exportando a toda Europa.
Hay quien ha calificado al Ingenioso Hidalgo Don Quijote como espejo del carácter español. Estamos de acuerdo, pero su ingenio era en realidad ingenuidad que le hacía ver gigantes donde solo había molinos, lo que le llevaba a una lucha ridícula e inútil en la que solo él salía perdiendo. Tal vez la solución sea reconocer de una vez a los molinos como molinos, pero sin dejar por ello de luchar contra los gigantes “reales” que nos amenazan y hacen peligrar nuestro futuro.
Seamos realistas ingeniosos, y no idealistas ingenuos.