Tenemos una relación singular con nuestros muertos egregios. O los cubrimos de silencios o los llenamos de olorosas coronas que impiden apreciar la auténtica encarnadura del desaparecido. Acabamos de pasar por una experiencia similar con Rafael Sánchez Ferlosio. Se ha ido a los 91 años y hemos descargado tal cantidad de tópicos elogiosos que deberían hacernos reflexionar. El que más o el que menos ha contado su encuentro benemérito, cuando no su sintonía y admiración, hacia un hombre que ejerció de escritor, que se retiró voluntariamente del ruido literario y que se sublimó desde la cutre palestra del café “El Universal”, en el barrio madrileño de “La Prospe”, como si fuera una parodia de sí mismo, consagrando la tertulia cotidiana en una sucursal de Sócrates en su Atenas.
Envejecemos mal pero muy contentos de nuestras hazañas. No acabo de entender que ninguno de sus contertulios se diera en explicarnos la paradoja extrema que constituye un narrador que dejó de serlo en 1955, tras la publicación de El Jarama y que se pasó el resto de su vida entre la filología, la crítica social y esbozos literarios, por lo demás infumables aunque siempre con un destello de genialidad y sobre todo de talento.
Es verdad que Sánchez Ferlosio se alejó de los oropeles de la farándula literaria, pero siempre estuvo ahí, agudo, profuso en sus artículos tamaño XXL (27 folios) que hacían casi imposible su publicación en los periódicos. Se puede decir que, con su legítimo desdén hacia el gremio de plumillas, en el fondo siempre estuvo atento a una realidad que asaltaba su genuina pretensión de noble ilustrado y arruinado. Su padre se había pulido la fortuna que había heredado, cuando después de haberlo sido todo ya no le quedaba nada. Aún escucho a Carlos Sentís, el periodista con tantas memorias y otras tantas camisas, que ejerció de secretario del insigne granuja y fino escritor que fue Rafael Sánchez Mazas. Se marchaba de España hacia Italia, el centro de su mundo y donde aún no habían derribado a Mussolini. Entonces le llegó la noticia de que la fortuna del Dr. Camisón, médico de Alfonso XIII y con mansión en Coria, le había legado su herencia.
De Rafael Sánchez Mazas, padre del fallecido, tenemos una imagen distorsionada gracias a una novela mediocre de Javier Cercas que conmovió nuestro mundo con gran éxito. Un escritor está en su derecho de convertir a sus personajes en lo que le pete. Si lo hace bien ocurrirá como los Julio César, Bruto y Marco Antonio de Shakespeare, o el Adriano de Yourcenar, que sustituyeron en el imaginario colectivo a sus originales. Si lo hace torpemente, conforme pase la espumilla del tiempo, se desvelará la impostura. Llevo años diciendo que Rafael Sánchez Mazas no fue fusilado y que el amaño histórico para postularse como héroe ante Franco constituyó un asalto a la verdad que perpetró en auténtica exclusiva su amigo y comilitón falangista Eugenio Montes. Alguien algún día hará el singular relato de los auto fusilados que alegaron haber sobrevivido a los pelotones criminales. Gila, el humorista, fue otro. En el caso de Sánchez Mazas y gracias a la prosopopeya de su cronista, Eugenio Montes, alcanzó hasta su nombramiento de “Ministro sin Cartera” del Caudillo. Su desvergüenza era tal que en plena Guerra Civil llegó a escribirle al activo republicano Pepe Bergamín, que él nunca había sido de Falange. ¡Y tenía el carnet nº 4¡
Habría que empezar por ahí. Sánchez Ferlosio creció en la España de Franco bajo su condición de “hijo de ministro”, lo que no era poca cosa, y como una maldición hacia el notable escritor y despreciable ciudadano que fue su padre, tanto él como otros dos de sus hermanos rompieron toda atadura con el viejo Régimen. Primero Miguel, reputado filósofo y lógico matemático, que se afiliarían al PSOE ¡en los años 50! Y lo hizo con una hoy olvidadísima polémica con Indalecio Prieto que ocupó las primeras páginas de “El Socialista” y que le llevó al exilio. El pequeño de los Sánchez Ferlosio, 'Chicho', militaría en el Partido Comunista y pagaría con cárcel por ello; a él se deben canciones legendarias de la lucha antifranquista.
Mientras esto ocurría Sánchez Mazas padre se asentaba en el madrileño Hotel Velázquez, su residencia hasta que murió en 1966, y escribía, cuando superaba su inveterada indolencia, unos artículos en el ABC que ni siquiera firmaba pero que sí cobraba, limitándose a cerrarlos con tres asteriscos. ¡Son de Sánchez Mazas!, decían los enterados del gran Madrid de la Dictadura. Es significativo que fuera su hijo Rafael quien inventara la expresión “abeceína”, una droga en papel diseñada para adultos del franquismo. También escribía sonetos, guardo una pequeña colección de textos que me permitió copiar Regina Soltura, una vieja dama del Neguri bilbaíno. El último gesto público de aquel despreciable Sánchez Mazas fue pedir audiencia al Generalísimo para exigirle penas más duras para su hijo Miguel, recién detenido en los sucesos del 56.
El mundo que escogió Rafael Sánchez Ferlosio fue muy distinto al de su padre. De una parte, los amigos de estudios y afinidades que habían roto con el falangismo de su adolescencia intelectual, como Manolo Sacristán, por el que siempre sintió admiración y respeto. Pero también el grupo de Salamanca y su universidad, en la que gravitaban Basilio Martín Patino, Luis Martín Santos, Ignacio Aldecoa y la que sería su mujer Carmen Martín Gaite, con la que tendrían una hija, Marta “Torci”. Una niña mimada y con mucho talento que desparramaría en labores editoriales; moriría en los años 80, quizá la primera víctima del Sida por aquí, enredada en la novedosa llegada a España del maldito “jaco”, la heroína. Un golpe que desestabilizara tanto su vida como la de su mujer, la sensible autora de “Entre visillos” que entonces se embarcó en el fastuoso trabajo de rescatar biográficamente al dieciochesco Macanaz, pensador y político atrapado bajo las garras de la Inquisición.
Aunque la desdeñara, nunca pudo alejarse Rafael Sánchez Ferlosio de la política. A él se debe el retrato más sarcástico del gobierno del PSOE –La cultura, ese invento del Gobierno. Un artículo publicado en noviembre de 1984, cuando se compraban escritores y asimilados a 50.000 pesetas, una cantidad más que respetable por dos folios. Pero asumió la esclavitud del poder que le llegaba, con presión absoluta, de su cuñado Javier Pradera y dio su firma afirmativa al ingreso en la OTAN. “Fue el acto más vergonzoso de mi vida”, reconoció años más tarde.