La primera obligación de uno de esos ‘hombres en la sombra’ que burilan perfiles, diseñan estrategias y construyen presidentes es esa, la de permanecer en la sombra. Julio Feo, simpaticote extrovertido, rompió algo la norma en sus tiempos de asesor aúlico de Felipe González: salía demasiado en las fotos. Se le perdonaba porque, además de superasesor, ejercía de secretario general de la Presidencia, un cargo institucional que le obligaba a cierta presencia pública.
José Enrique Serrano, su sucesor con Felipe y luego, con Rodríguez Zapatero, escurrido de carnes y discreto hasta la mudez, instauró la figura del jefe de Gabinete invisible. Carlos Aragonés siguió esa línea con Aznar. Magro y omnisciente, apenas dejó ver su rostro de caballero del Greco más de lo necesario. Es decir, nada. Jorge Moragas, el cancerbero de la Moncloa con Mariano Rajoy, de silueta más rotunda y de personalidad más sociable, modulaba su simpatía diplomática con la prudencia de un artificiero. Todos los jefes de Gabinete de nuestra democracia han sido poderosos y esquivos.
Iván Redondo, el fichaje de Pedro Sánchez, no lo es menos. Menudo de talla e insípido de presencia, aterrizó en el Gobierno socialista tras investir presidente de Extremadura a José Antonio Monago y asentar en la alcaldía de Badalona a Xavi García Albiol. A todo el que asesora Iván termina tocando poder, dice su leyenda. Que la tiene. Convertir en presidente del Gobierno a un lechuguino ambicioso, doblemente derrotado en las urnas y fieramente expulsado de su partido, es cuestión de apreciable valía.
Las fieras lanzan ahora espumarajos por las fauces y atacan. No. Eso no le conviene a Iván. Eso moviliza al enemigo. Eso despabila a los mansos e irrita a los más templados
Le atribuyen a Redondo todos los aciertos de Sánchez y alguna de su pifias. Lo importante: le instruyó en su ardua odisea para recuperar el mando en Ferraz. Le señaló la oportunidad de una moción de censura tan improbable como incierta y ahora está empeñado en consagrarle al frente del Ejecutivo de la Nación, al menos por otros veinte años.
Redondo es amigo de algunos periodistas, se pone al teléfono, pide favores, concede otros cuantos, brujulea por el Ibex, hace guiños a los empresarios y, en general, está encantado de haberse conocido. Es el hombre de moda. Su principal acierto consiste en haber transformado a un personaje vacuo e insustancial, atacado de una sola ambición, el poder, en todo un primer ministro de la cuarta economía europea. "Ayudan los andares", decía alguien que conoce bien a ambos. Y la estatura. Pedro ‘el guapo’ es de venta fácil.
Dicen que Redondo (todos le dicen Iván), se inventó el ‘Gobierno bonito’, esa chapuza de escaparate, hizo del Aquarius el Irak de Zapatero, sin necesidad de humillar a las Fuerzas Armadas, y precipitó la defenestración de Rajoy con una arriesgada apuesta de tiburón de casino.
Tiene ahora en el bolsillo la reelección de su cliente. Una estrategia sencilla. Tras contemplar la performance patriótica de Colón, se le aparecieron las urnas. La campaña estaba hecha. Los tres tenores, el trifachito, la derecha trifálica, la ultraderecha franquista, los radicales… Le puso a Pedro el terno de moderado, le rodeó de banderas de España y le lanzó a la victoria. En ello está.
La desintegración de la derecha, piensa, hará el resto. Las encuestas de Tezanos bendicen la jugada. El triunfo de Sánchez está asegurado. Basta con no agitar las aguas, un solo debate, pocos actos públicos de Pedro, pocas entrevistas de Pedro, ningún paseo por las calles de Pedro. Que no se le vea, que apenas haga campaña, que nadie recuerde cómo es el señor que habita en la Moncloa.
El antídoto contra Sánchez
Pero un problema se ha cruzado en el camino de sus planes. Sánchez tuvo que pactar con la horda secesionista para llegar al poder. Y quizás la necesite para repetir la suerte. El problema es que la jauría está rabiosa. Los demócratas, que en número de un millón demostraron en Barcelona, en el glorioso 8 de octubre del 17, que están vivos, lo siguen estando. Y van a las universidades de la vergüenza, y a los pueblos del terror, y a las cuevas de las hienas, y enarbolan sus banderas y lanzan vivas a la Constitución.
Quizás, de pronto, Iván se vea rodeado, acogotado, sin salida, y será entonces, luego de morder el polvo, cuando se muerda los puños y se acuerde de este maldito Pedro y sus andares
Las fieras lanzan ahora espumarajos por las fauces y atacan. No. Eso no le conviene a Iván. Eso moviliza al enemigo. Eso enardece a la gente de orden, eso despabila a los mansos, eso encrespa a los dóciles, eso irrita hasta a los más templados. Y, entonces, a lo mejor, acuden todos en tropel a las urnas en la fatídica cita del 28-A.
Cierto que la división del voto entre las tres derechas favorece al PSOE. Pero si la reacción es poderosa, si le llueven a Ciudadanos más papeletas de las que otea el cuadrante del CIS, si los votantes de Vox desbordan las urnas, si el simpatizante del PP se ‘desmarianiza’ y apoya al principal antídodoto contra Sánchez, que es Casado, quizás a Iván no le salgan los números. Quizás se descuajeringue la cábala de los restos, el maleficio de la D'Hont. Quizás, de pronto, Iván se vea rodeado, acogotado, sin salida, con Podemos en el sumidero y Abascal con la fuerza suficiente para sumar una mayoría. Entonces, sí, será entonces cuando Iván, el invencible, se muerda los puños, luego de morder el polvo y, naturalmente, se acuerde de este maldito Pedro y sus andares.