Julian Assange, un experto informático australiano mundialmente famoso por haber fundado y dirigir Wikileaks, copó las portadas de prensa hace casi diez años. A mediados de 2010 varios medios internacionales como The Guardian, New York Times o Der Spiegel hicieron públicos unos 90.000 documentos clasificados de la guerra de Afganistán. Les habían llegado a través de Wikileaks sin necesidad de contraprestación económica.
En aquel momento muchos se preguntaron qué diablos era aquello de Wikileaks. Se trataba de una organización internacional cuyo objetivo confeso era poner al descubierto comportamientos poco éticos de los gobiernos. Para ello se valían de una página web en la que colgaban información secreta obtenida mediante filtraciones. De ahí lo de leaks, filtración en inglés.
Los documentos del verano de 2010 eran muy comprometedores para el Gobierno estadounidense, que se limitó a dar la callada por respuesta en espera de que el temporal amainase. Pero no lo hizo. En octubre de ese año aparecieron los llamados Irak War Logs (documentos de la guerra de Irak), cerca de medio millón de documentos filtrados desde dentro del departamento de Defensa que desvelaban ciertas actividades inconfesables cometidas por los militares estadounidenses durante los años de la ocupación.
Aquello era un bombazo (nunca mejor traído el término) que le estalló a Barack Obama en la cara sólo un año y medio después de estrenar su primer mandato. Se trataba de la mayor filtración de documentos clasificados de la historia que, además, podía consultarse libremente a través de la propia web de Wikileaks. Los principales periódicos del mundo como el Times, Le Monde o El País corrieron a informar de la exclusiva y poner en contexto todo aquel maremagno de datos.
Protegido por un Gobierno bolivariano, Assange arrastra un insorteable conflicto de intereses que le ha llevado a cargar casi en exclusiva contra Estados Unidos y sus aliados
El Pentágono, visiblemente molesto, no quiso hacer comentarios al respecto, pero todo indicaba que, más que una filtración puntual, se les había abierto una fuga de grandes dimensiones por la que se estaba escapando información extremadamente delicada. Pronto a esa fuga se le puso nombre y cara: Brad Manning, un soldado destacado en Irak que filtró material a Wikileaks. Manning fue detenido, juzgado y encarcelado, pero el agujero era mucho mayor.
Antes de que en Washington tuviesen tiempo para digerir la avalancha, Wikileaks golpeó de nuevo. Fue a finales de noviembre de 2010 haciendo públicos 250.000 cables del departamento de Estado con embajadas estadounidenses repartidas por todo el mundo. Para entonces Wikileaks era la comidilla de todos los mentideros. A pesar de que se trataba de una organización que tenía en muy alta estima el anonimato había una cara visible, Julian Assange, un australiano espigado que no llegaba a los cuarenta, de carácter arrogante y con propensión al egocentrismo.
Hasta entonces sólo conocido en el mundillo underground, el australiano se convirtió en una celebridad. No era el único hombre de Wikileaks, pero si el que más se dejaba ver. Daba conferencias por todo el mundo y los medios se lo disputaban para entrevistarle. Tanto que la revista Time le incluyó entre los finalistas para 'Persona del Año' junto al presidente afgano, Hamid Karzai, y el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, que fue quien se llevó el premio.
Una de esas conferencias la dio en Suecia en agosto de 2010. Ahí es donde se buscó la ruina, y no por las filtraciones, sino por un lío de faldas. Al parecer mantuvo relaciones íntimas con dos mujeres que luego le denunciaron por abuso sexual. Assange no dio en principio demasiada importancia al asunto, pero la cosa se embrolló. Le detuvieron en Londres, le tomaron declaración y fue puesto en libertad condicional con una pulsera para tenerle localizado.
En ese punto todo se torció. Un tribunal sueco solicitó la extradición y Assange, en lugar de defender su inocencia en Suecia y olvidarse de este tema, se refugió en la embajada de Ecuador, donde obtuvo asilo político y posteriormente la nacionalidad. Su vida pasó a ser la de un eremita. Recluido en la embajada, daba ocasionales ruedas de prensa desde el balcón y recibía visitantes ilustres que apoyaban su causa como el lingüista Noam Chomsky, el cineasta Michael Moore, el filósofo esloveno Slavoj Žižek o el juez Baltasar Garzón. Todos del extremo izquierdo del espectro ideológico que, tras departir con la versión moderna del Conde de Montecristo, se deshacían en halagos hacia él.
La cosa fue como la seda mientras en Ecuador mandaba Rafael Correa. Pero su presidencia terminó en mayo de 2017. Dejó el cargo a su vicepresidente, Lenín Moreno, que, de un modo un tanto inesperado, decidió reenfocar los lineamientos de su Gobierno y acabar con el correísmo. Eso incluía acercarse de nuevo a Estados Unidos y abandonar la órbita bolivariana. Assange era más un incordio que otra cosa. Una piedra en el zapato tal y como lo definió el propio Moreno poco después de llegar al poder.
Las exclusivas de Wikileaks siempre han cuestionado al Ejército de Estados Unidos, mientras brillaban por su ausencia las filtraciones relativas a Rusia o a los países del eje bolivariano
De haber mantenido Assange un perfil bajo en su cautiverio voluntario nada hubiese sucedido, pero lleva años tratando de hacerse notar y metiéndose en charcos cada vez más profundos. Cegado por la egolatría, quizá teledirigido, ajeno al hecho de que sus días habían pasado, siguió dirigiendo Wikileaks desde la embajada. Las filtraciones se mantuvieron durante un tiempo, pero ya no eran de la envergadura del Cablegate o los diarios de la guerra de Afganistán. Gracias a las últimas revelaciones de Wikileaks sabemos, por ejemplo, que la CIA podría estar espiando a sus objetivos a través del teléfono móvil o de algunos televisores dotados de cámara, micrófono y acceso a Internet. Interesante, sin duda, pero eso es algo que todo el que teme ser espiado ya descuenta.
Este tipo de informes le ha hecho gozar de muchos apoyos por parte de periodistas, activistas y políticos, pero también ha recibido infinidad de críticas. Han acusado a Assange de ser un agente encubierto de la CIA y de trabajar para los rusos. Ninguno de ambos extremos se ha confirmado. Sólo podemos asegurar que trabaja para él mismo. Le gusta la celebridad y salir por televisión, adora que se hable de él.
Sabemos también por simple deducción de los hechos que las filtraciones de Wikileaks padecen un sesgo claramente anti americano. Sus exclusivas siempre han tenido que ver con las violaciones de los derechos humanos por parte del ejército de Estados Unidos, mientras brillaban por su ausencia las filtraciones relativas a Rusia o a los países del eje bolivariano. Seguramente tengan mucho más que esconder este puñado de Gobiernos autoritarios (cuando no directamente dictatoriales) que el de Estados Unidos que, con todos sus defectos, es un Gobierno democrático obligado a rendir cuentas y con la lupa de los medios siempre encima.
En este punto es donde los objetivos fundacionales de Wikileaks y la suerte personal de su líder chocan violentamente. En tanto que protegido por un Gobierno bolivariano Assange arrastra un insorteable conflicto de intereses que le ha llevado a cargar casi en exclusiva contra Estados Unidos y sus aliados. Conocida es su intervención en las elecciones americanas de 2016 o el modo en el que se involucró personalmente en el procés catalán poniéndose del lado de los independentistas. No se sabe si por convicciones propias, por dinero o porque atendía a órdenes llegadas desde arriba.
Cabría preguntarse quién está encima de Assange si es que hay alguien. De nuevo, a falta de datos concluyentes, no nos queda más remedio que especular. Hace año y medio el Gobierno ruso quiso sacar a Assange de Londres para trasladarlo a Rusia, donde se uniría a Edward Snowden, el analista de la CIA que vive refugiado en Moscú desde 2013. La operación se abortó porque entrañaba muchos riesgos, pero la voluntad es lo que cuenta.
Cuestión de tiempo
Al final era cuestión de tiempo que la escapada de Assange tocase a su fin. Aislado, convertido en un juguete de rusos y bolivarianos y separado de sus antiguos socios como el alemán Daniel Domscheit-Berg, que le abandonó hace ya años, la suerte que le acompañó durante sus días de gloria se ha ido apagando. Ahora le van a llegar todas las facturas juntas y ya no tendrá donde esconderse.
Probablemente quiera llevar de nuevo su caso y su nombre en las primeras planas, pero Assange pertenece al pasado, poco puede poner encima de la mesa para negociar. En estos años ha invocado a demasiados demonios como para que ahora alguien se apiade de él.