Opinión

La Justicia, nuestro último bastión

Los jueces españoles gozan y ejercen con independencia sus labores, gracias a un meritocrático acceso a la carrer

  • Fachada de la Sede del CGPJ -

Los jueces españoles gozan y ejercen con independencia sus labores, gracias a un meritocrático acceso a la carrera mediante unas oposiciones extremadamente difíciles de superar que solo afrontan quienes partiendo de una inequívoca vocación están dispuestos a sacrificar varios años de su juventud para lograr -si aprueban- formar parte de la carrera judicial. Los socialistas, muy poco amigos de la educación exigente y pruebas de acceso meritocráticas a la función pública, abrieron durante algunos años -con la excusa de la falta de jueces- una “blanda” puerta trasera de acceso a la judicatura que denominaron cuarto turno. Afortunadamente esta vía fue sustituida por otra más selectiva y rigurosa, no demasiado significativa, que no desmerece el ejercicio de la función judicial.

Por ponerle algunas pegas a la -importantísima- descrita institución de la que los españoles podemos y debemos sentirnos orgullosos; debería haber más jueces, cultivar más la especialización y sobre todo establecer y aplicar criterios profesionales a la cantidad y calidad de sus tareas que sirvieran además para afirmar el progreso de sus carreras profesionales. Y en cualquier caso, las puertas giratorias de la política y la justicia deberían estar abolidas por completo.

Frente a esta obvia realidad, los políticos independentistas, comunistas y socialistas, que por razones muchas veces prácticas -cometer delitos- y también ideológicas, están en contra del Estado de Derecho en el que la función judicial ocupa un lugar central como garante del cumplimiento de la ley. Frente la estúpida recuperación de la “fachosfera” y la realidad de un gobierno de frente popular, ambos concebidos y ordenados por José Stalin en el verano de 1935, lo que está sucediendo últimamente en España define muy claramente una línea de demarcación entre dos concepciones políticas: su sometimiento o no al Estado de Derecho. Este es el verdadero muro que está forjando Sánchez con sus aliados en contra de quienes defienden el orden político civilizado.

Aclarado el importante hecho de la independencia de los jueces, es obligado decir que no sucede lo mismo con su órgano de gobierno -el Consejo General del Poder Judicial, CGPJ- ni con el tribunal constitucional, ambos cada vez más politizados. El CGPJ no dicta sentencias, pero elige a los jueces del Tribunal Supremo que resuelve la casación de parte de las dictadas por los jueces ordinarios y juzga directamente a las autoridades del Estado.

Para resolver el analfabetismo constituyente, cambiaron los números, pasando de cuatro más cuatro a diez más diez: toda una enmienda constitucional, sin someterse a las normas legales

Al poco de alcanzar el poder político, el PSOE decidió que “los padres de la Constitución” eran unos analfabetos funcionales que no sabían contar más allá de cuatro más cuatro. Efectivamente, el artículo 122 CE señala que de los 20 miembros del CGPJ cuatro serían elegidos por el Congreso y cuatro por el Senado, correspondiendo elegir a los doce restantes entre jueces y magistrados. Y para resolver el analfabetismo constituyente, cambiaron los números, pasando de cuatro más cuatro a diez más diez: toda una enmienda constitucional, sin someterse a las normas legales. Utilizaron la puerta de atrás con una una ley –obviamente inconstitucional- que luego fue ratificada por un tribunal constitucional cuyos miembros eran dependientes del gobierno, que trató de salvar su aprobación apelando a la responsabilidad de los políticos para elegir a “independientes” para el CGPJ. Por cierto, cuando el PP estuvo en el Gobierno pudo suspender la politización socialista del CGPJ, pero decidió continuar cambiando cromos políticos con aquellos. Ahora, en tiempos de la más extrema politización de todos los órganos relacionados con el Estado, se ha estancado la renovación del CGPJ que el PSOE aspira a colonizar por completo.

El argumento central de la posición socialista, que curiosamente contamina también a muchos comentaristas políticos no necesariamente pro-gubernamentales y buena parte de la opinión pública, consiste en sostener que en una democracia debe ser el parlamento representante de la “voluntad popular” quien designe el órgano de gobierno de los jueces.

Esta actitud política contraviene por completo el Estado de Derecho, pues procede de la democracia “rousseauiana” asociada a la Revolución Francesa, por la que el ganador de las elecciones quedaba habilitado para ejercer un poder sin límites –es decir, totalitario- y sin respeto alguno a los derechos de las minorías. Tal percepción de la democracia feneció enseguida merced a El espíritu de la Leyes de Montesquieu, que con su “principio de separación y división de poderes, su mutua limitación y su necesaria coordinación, tienen su monumento en la Constitución de los EEUU de 1787” según el imprescindible ensayo de Pedro Schwartz: “En busca de Montesquieu. La democracia en peligro” (2006). Desde entonces, el primer mundo se caracteriza por ser “montesquiuiano” y la repúblicas bananeras “rousseauianas”.

Suelen sostener los “rousseauianos” españoles que nuestro Parlamento ostenta la legítima representación de la sociedad: una pedestre falsedad, porque los diputados españoles carecen de personalidad propia al estar a las órdenes del jefe de partido que también es del gobierno cuando gana las elecciones. Por tanto, un país en el que la división del poder legislativo y el ejecutivo es inexistente por el sometimiento absoluto del segundo ante el primero, si además el judicial es igualmente sometido a aquél, termina resultando un trasunto de la actual Venezuela.

En la España de nuestros días se desprecia el Estado de Derecho cada día, como es el caso de un presidente del Gobierno que se auto-erige, fuera de España, en sumo intérprete de las leyes

En los países verdaderamente democráticos, por estar sometidos al Estado de Derecho, con el Reino Unido y EEUU como precursores, los parlamentos son un poder autónomo y separado del ejecutivo y el judicial por una simple razón: los parlamentarios son elegidos en circunscripciones unipersonales y en consecuencia su lealtad política se basa más en la voluntad de sus electores que en la obediencia al partido. Si este sistema se aplicara en España, la amnistía no sería aprobada dado el amplio rechazo ciudadano a la misma.

Los autócratas -al menos en la órbita occidental- del último siglo se proclaman demócratas, eso sí, al margen del Estado de Derecho que aun no atreviéndose a refutar argumentalmente, incumplen sistemáticamente. Pero incluso antes de que existiera Gobierno, David Hume dejó escritas las tres leyes fundamentales de la vida en sociedad: La estabilidad de la propiedad, el intercambio por consenso y el cumplimiento de las promesas. En la España de nuestros días, no solo se desprecia el Estado de Derecho cada día, como es el caso de un presidente de Gobierno que se auto-erige fuera de España en sumo intérprete de las leyes sentenciando que el terrorismo catalán no es delito, sino que los preceptos morales previos al mismo –necesarios para poder construir la civilización- tampoco se respetan.

Al social-comunismo español y los independentistas, la democracia solo les sirve como herramienta para el logro de sus ensoñaciones políticas, y cuando no resulta útil a sus fines la tergiversan o desprecian.

El sistema democrático español, ya malherido por la sumisión del poder legislativo al ejecutivo –en ausencia de circunscripciones electorales unipersonales que la evitarían- y en consecuencia a los caudillos de los partidos políticos, peligraría irreversiblemente con la rendición a la política del bastión judicial; algo que una sociedad civil adulta debería evitar en unas próximas elecciones.

Mientras tanto, es tiempo de airear la discusión pública del tema; lo que a todas luces quieren evitar los progresistas ante la obvia endeblez de sus tercermundistas argumentos.

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