El totalitarismo siempre se ha llevado muy mal con lo que entendemos por Derecho, por Ley, por independencia judicial. Las instituciones de justicia son las primeras en ser objeto de la anulación más draconiana cuando de un estado dictatorial se trata. So pretexto de la creación de una justicia “popular” se eliminan jueces imparciales, sustituyéndolos por otros acólitos del sistema. Cuando vean que alguien adjetiva a la justicia, échense a temblar. Porque ni debe ser popular ni aristocrática ni sesuda ni esquemática. Debe ser justa y nada más, que no es poco decir. Sánchez e Iglesias, con sus pulsiones dictatoriales, han pretendido acogotar a los jueces y a su máximo organismo, el CGPJ citado, pero no han logrado salirse con la suya merced a la queja de tres asociaciones judiciales españolas y al celo de Bruselas que, al menos en esta ocasión, ha servido para algo.
El bochorno, el ridículo y la vergüenza de este gobierno deberían impedirles volver a salir de sus casas en la vida, pero estos tienen jeta para eso y para mucho más. Con su torticera maniobra de colocar a sus amiguitos jueces han demostrado lo que decía San Agustín: cuando no existe la justicia, los reinos se convierten en una partida de salteadores.
No son días propicios para el gobierno en este terreno. Una sentencia le obliga a devolver el mobiliario del Pazo de Meirás a la familia Franco, ya saben, Franco, comodín infalible que la pseudo izquierda emplea siempre que quiere distraer la atención de sus escándalos financieros, de alcoba o de gestión. Y esos jueces, a los que tanto desearían sumisos y obedientes desde Moncloa. han decidido, por fin, juzgar a la familia Pujol en la Audiencia Nacional, acusándolos de organización criminal, blanqueo de capitales, delito fiscal y falsedad documental. Los amigos entrañables de Sánchez en Cataluña deben estar que trinan, no en vano pretendían implantar en su republiquita que otorgase al gobierno la facultad de nombrar directamente a los jueces, a saco y sin anestesia.
Todo lo que se ha hecho en los últimos tiempos en España ha sido, y da pena decirlo, merced a la justicia o a aquellos que han acudido a ella a presentar sus quejas. Desde el proceso por el 1-O, el auténtico poder que ha frenado a los que amenazan nuestra democracia han sido jueces, fiscales y abogados. Y con ello no pretendo decir que todos sean unos santos ni unos seres de luz, porque todos somos humanos y no hay sastre, por bueno que sea, que no estropee un traje. Ya saben, una mala tarde la tiene cualquiera. Solo digo que conforta saber que los españolitos de a pie tenemos un santo en la tierra a quien encomendarnos. Lo que no es poco en los tiempos convulsos que corren.
Judicializar la política
Quizás por la poca utilidad de la oposición y las ganas de acabar con nuestro sistema por parte de Sánchez y su banda, en feliz ocurrencia de Albert Rivera, estoy a favor de judicializar la política. Que el poder judicial funcione, a pesar de los pesares, no deja de ser una luz de esperanza en un país en el que ni el ejecutivo ni el legislativo parece que den mucho de sí. Esa justicia, que muchos querríamos más rápida, más dotada de medios, menos cachazuda es, insisto, lo único que se interpone entre el abismo y la civilización, entre la horda de delincuentes vándalos y la paz en las calles.
Que la Dama de la Balanza no votaría a Sánchez está clarísimo. Que le costaría votar a otros, también. Pero nuestras simpatías han de estar con ella, aunque acabemos como Gregorio VII que, por defenderla, acabó muriendo en el destierro. Como muchos saben, el papa fue elegido por aclamación popular y se las tuvo tiesas con el emperador Enrique IV. Es la conocida “Querella de las investiduras”, motivada porque el emperador iba nombrando obispos y abades como quien lava. Finalmente, Enrique hizo el viaje a Canossa, castillo en el que se encontraba el Sumo Pontífice, expresión que ha quedado como reflejo del acto de sumisión al que uno debe someterse para solicitar perdón, y como lo hiciese en calidad de penitente y no de emperador, el Santo Padre no tuvo más remedio que absolverlo. Dudo que Enrique hiciera acto de contrición. Igualito que si Sánchez pidiese perdón a los españoles.
En España, lo dijo Rusiñol, el que reclama justicia lo que desea es que le den la razón. Don Santiago conocía el paño.