Al presidente del Gobierno le gustan los golpes de efecto, como volvió a demostrar la mañana del 29 de mayo. Aún estábamos asimilando los resultados de las elecciones municipales y autonómicas de la víspera, cuando sorprendió a propios y extraños con la convocatoria de elecciones generales para una fecha tan insólita como el 23 de julio. ¡En plena canícula! Así que hemos pasado sin solución de continuidad de una campaña electoral a otra.
La convocatoria dibuja un estilo absolutamente personalista de ejercer el poder. Ni llama la atención que Sánchez anunciara de forma precipitada el adelanto electoral, sin reunirse siquiera con la ejecutiva de su partido para analizar los resultados electorales y posibles pactos. ‘Asumo en primera persona los resultados’, dijo en su comparecencia ante los medios para que no quedara duda. Eso, después de haber planteado la campaña de las municipales y autonómicas en clave de política nacional, con los desastrosas consecuencias que han sufrido tantos alcaldes y candidatos socialistas por la geografía nacional. ¡Todas las elecciones hablan de mí! (es decir, de él), que escribió Daniel Gascón. Por descontado, los mismos que en la prensa oficialista se rinden admirados ante la audacia del presidente se quejarán también amargamente de que los comicios se hayan convertido en un plebiscito sobre Sánchez.
A los innumerables problemas logísticos que plantea organizar las elecciones en pleno verano hay que añadir la incógnita de cómo afectará a la participación
Lo más sorprendente fue la fecha escogida, pues nunca se han celebrado unas elecciones generales en el mes de julio. Recordemos que el 22 de julio fue el día más caluroso del verano pasado, con temperaturas por encima de los cuarenta grados; así mismo se calcula que aproximadamente un tercio de la población coge sus vacaciones en este mes, mayoritariamente en la segunda mitad. Por si fuera poco, en comunidades autónomas como Galicia, Castilla y León, País Vasco y Navarra el 25 de julio es festivo, por lo que muchos tendrían puente ese fin de semana. La fecha parece ideal para mortificar al mayor número de electores. Por eso, a los innumerables problemas logísticos que plantea organizar las elecciones en pleno verano hay que añadir la incógnita de cómo afectará a la participación.
En nuestro país no existe por ley el sufragio obligatorio, como sucede en muchos países latinoamericanos, en Australia o, dentro de Europa, en Bélgica, Grecia o Luxemburgo
Como no hay precedentes, es difícil hacer estimaciones de cuántos electores se abstendrán por unas razones u otras. Pero sí podríamos plantearnos una cuestión bien distinta, la de si como ciudadanos tenemos la obligación de acudir a las urnas para votar. Hablamos naturalmente de una obligación cívica o moral, puesto que en nuestro país no existe por ley el sufragio obligatorio, como sucede en muchos países latinoamericanos, en Australia o, dentro de Europa, en Bélgica, Grecia o Luxemburgo. En el nuestro, en cambio, sólo estamos obligados a formar parte de las mesas electorales en caso de ser convocados oficialmente para ello, pero no nos enfrentaremos a multa o sanción alguna por pasar la jornada del 23 de julio en la playa, o donde sea, sin acercarnos a las urnas.
¿Tenemos la obligación cívica de ir a votar? Mucha gente parece sentirlo así. Todos hemos escuchado alguna vez cosas como ‘si no votas, no tienes derecho a quejarte’, como si cumplir con la obligación del sufragio fuera requisito indispensable para quejarse o protestar como ciudadanos. Esta clase de preguntas, como la que planteamos hace unas semanas acerca de por qué es malo comprar y vender votos, forma parte de eso que se ha dado en llamar ‘la ética del voto’. Ha sido mérito de Jason Brennan reabrir la discusión sobre este género de cuestiones, pues tradicionalmente la atención de los filósofos políticos se ha centrado más en los principios que regulan las instituciones democráticas que en la conducta del votante individual.
Como señala Brennan, hay algunas convicciones acerca del sufragio que parecen profundamente arraigadas en sociedades democráticas como la nuestra. Dos de ellas son especialmente destacables aquí. La primera es que el ciudadano tiene obligación de votar en las elecciones, siendo éste uno de nuestros deberes cívicos más importantes; si uno se abstiene, falta a ese deber, aunque no haya ninguna sanción o reproche social por ello. La segunda es que cada uno está en su perfecto derecho (moral, repito, no sólo legal) de apoyar con su voto al candidato o la opción política que mejor le parezca, sean cuales sean sus razones. La obligación cívica afectaría por tanto a la emisión del voto, pero no a lo que se vota. Se asume que es moralmente aceptable votar por cualquier candidato o política con tal de que se vote.
Votar no es como elegir la comida para uno mismo, sino que se parece más a ordenar el menú para todos, también para aquellos que prefieren otros platos
Habría que preguntarse si esto es realmente así. Pongamos por ejemplo un candidato que miente sistemáticamente, abusa de las instituciones en beneficio propio o de sus socios, erosiona el Estado de derecho y la división de poderes, o promueve políticas económicas ruinosas. Parece raro suponer que es preferible que alguien vote por un candidato así a que se abstenga. La razón es que votar no es como elegir la comida para uno mismo, sino que se parece más a ordenar el menú para todos, también para aquellos que prefieren otros platos. Por eso mismo, porque el sufragio significa participar en el ejercicio colectivo del poder coercitivo sobre nuestros conciudadanos, no se puede votar cualquier cosa ni por motivos espurios, de forma frívola o sectaria. Si nos tomamos esto en serio, entonces lo importante no es participar, al menos no de cualquier manera.
Que en una sociedad pluralista discrepemos inevitablemente acerca de qué sea el bien común o qué opciones promoverán una sociedad más justa no resta un ápice de importancia a este punto sobre la responsabilidad del elector. Pues al margen de las preferencias de cada uno, hay platos altamente indigestos y no pocos se revelan nocivos o contienen sustancias tóxicas para el cuerpo social. De ahí que sea obligación del votante informarse bien sobre los asuntos políticos que se dirimen en cada elección, sopesando cuidadosamente las distintas alternativas propuestas. Lo cual es más fácil de decir que de hacer, pues comporta el esfuerzo epistémico de evaluar la información disponible con objetividad, sobreponiéndose a sesgos y prejuicios, tanto como la voluntad de guiarse por el bien común o los intereses generales. De eso iba la virtud cívica según los clásicos.
Hay una amplia literatura sobre los obstáculos de toda índole que se alzan en el camino de la virtud del elector. Como decía provocativamente Schumpeter, el ciudadano corriente ‘invierte menos esfuerzo disciplinado en dominar un problema político que en una partida de bridge’. Por estudios empíricos sabemos que no exageraba lo más mínimo y que la ignorancia en política resulta racional si atendemos a los incentivos del ciudadano. El seguimiento de los múltiples debates públicos requiere constancia, tiempo y atención a los detalles para formarse una opinión meditada; no es sólo la sobreabundancia de la información disponible hoy, sino la extensión, y variedad de los asuntos políticos, algunos de los cuales son intrincados. Siendo realistas, incluso el ciudadano mejor dispuesto sólo llegará a conocer una modesta fracción de todos ellos.
No puede extrañarnos, por tanto, que para muchos ciudadanos la política sea una forma de entretenimiento y que se contenten con una información superficial pero barata
Todo esto supone además invertir en un bien público, porque si el ciudadano bien informado ayuda con su voto a que haya mejores políticas, éstas redundarán en beneficio del conjunto, pero los costes de informarse son sólo suyos. Añádase a eso que la probabilidad de que un voto bien informado tenga alguna influencia en el resultado electoral es infinitesimal y concluiremos que la inversión ofrece poco aliciente, salvo quizá para aquellos profesionales que obtienen un beneficio directo del conocimiento de los asuntos públicos. No puede extrañarnos, por tanto, que para muchos ciudadanos la política sea una forma de entretenimiento y que se contenten con una información superficial pero barata.
La obligación de votar opone escasa resistencia a todo esto, pues requiere bien poco por lo general, más allá de buscar el momento de ir al colegio electoral y el coste del desplazamiento, normalmente mínimo. Por eso la responsabilidad cívica del votante no ha de centrarse en ella, si no queremos abaratarla demasiado. Hay otras formas en las que se puede ser un buen ciudadano aparte del sufragio y, en cuanto al ejercicio de éste, quizá nuestra responsabilidad no esté tanto en votar como en votar bien, es decir, debidamente informados y con buen juicio. De no ser así, lo irresponsable sería votar. Pero no se apuren por ello porque el buen juicio es la cosa mejor repartida del mundo; como ya advirtió Descartes, nadie se queja de que le falta.
Messidor
Entre tanto fantoche que se declara "demócrata" como si eso fuera el colmo de todos los bienes, entre tanto payaso que adora a la "democracia" como a un dios, este artículo es un soplo de aire fresco.
Messidor
Un voto dado de cachondeo ("al partido más extravagante para el que haya papeleta") y un voto cuidadosamente meditado a partir de un meticuloso análisis de la información disponible valen lo mismo, es decir, prácticamente nada. Como también subraya Brennan, podemos estar seguros de que nuestro voto, por sí mismo, no decide absolutamente nada. Si a esto le añadimos las listas cerradas, donde votas un pack construido por las cúpulas de los partidos con sus propios y opacos criterios, el incentivo para votar -no digamos para votar meditadamente- se queda en bien poca cosa. Las elecciones, tal como las manejamos por aquí, no parecen siquiera dignas de un análisis ético.
Vergilius
A diferencia del sr que manda en el partido, su doblez y genuflexión le han impedido derrotar al gañán.
vallecas
Se puede participar de muchas formas. Yo he sido una votante socialista. Estoy muy enfadada con Pedro Sánchez por sus mentiras. El día 23 de Julio estaré con mi marido y mis hijos en la playa, y no me causa ningún desvelo no ir a votar. Esto también es participar.