La ínsita vanidad de Pedro Sánchez ha tenido un fin de semana de apoteosis, hasta el punto de que casi agota el vestuario de sus atiborrados armarios para salir en fotos y vídeos. Y todo porque ha sido elegido presidente de la Internacional Socialista. Sus potentes aparatos de propaganda y los medios afines al sanchismo, que son legión, le han prestado una atención constante y no han ahorrado comentarios acerca de lo trascendental de ese puesto que le acaban de entregar.
Pero han evitado informar acerca de lo que es esa organización, su origen y su estado actual. Sin embargo, conocer su historia y analizar las palabras que Sánchez ha pronunciado en esta reunión pueden ayudarnos a saber aún más de lo que nuestro Narciso está haciendo y comprender aún mejor el alcance de la deriva totalitaria que está imprimiendo a su acción política.
En 1864 se funda en Londres la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) o Primera Internacional. Impulsada por Marx y Engels, buscaba asociar a todos los movimientos y partidos que, a partir de las revoluciones de 1848, habían abrazado el socialismo como ideología; y por “socialismo” hay que entender la desaparición de la propiedad privada. Las disputas entre anarquistas, partidarios de la acción directa, al margen de la política, y los marxistas más ortodoxos, llevaron a la ruptura de aquella Primera Internacional y a la creación en 1889 de la Segunda Internacional, de carácter únicamente socialista, según las doctrinas de Marx.
Muchos restos de aquellos partidos socialistas, a los que la I Guerra Mundial había dejado fuera de juego, se unieron a aquella Internacional leninista.
Esta Segunda Internacional entró en una crisis profundísima cuando, en 1914, los partidos nacionales asociados a ella, haciendo caso omiso al “internacionalismo proletario”, predicado por Marx y Engels, se apresuraron a apoyar a los gobiernos de sus naciones para entrar en la Gran Guerra que entonces estalló. Así, los partidos socialistas, todos ellos expresamente marxistas, se quedaron descolocados. Y no solo eso, sino que en 1919, Lenin, desde su posición de líder de la triunfante revolución soviética, convocó a los partidos de raigambre marxista de todos los países para que se unieran al suyo y creó así la Tercera Internacional o Internacional Comunista (Komintern, en su abreviatura rusa).
Lenin tenía la autoridad de estar poniendo en práctica la dictadura del proletariado que Marx y Engels habían preconizado como fase necesaria para acceder después al paraíso comunista. Y muchos restos de aquellos partidos socialistas, a los que la I Guerra Mundial había dejado fuera de juego, se unieron a aquella Internacional leninista.
Los partidos socialdemócratas, llamados así porque, al menos en principio, aceptaban las reglas de las democracias liberales para acceder al poder por medios pacíficos y porque renunciaban a la revolución violenta, ante el desafío de los bolcheviques, acabaron por reagruparse en 1920 en una especie de resurrección de esa Segunda Internacional, que tenía como principal seña de identidad su rechazo del comunismo leninista.
Lenin, que ya no tenía nada que disimular, le cortó con esas tres palabras que sirven para definir perfectamente el comunismo: “libertad, ¿para qué?”
En España tenemos el clarificador ejemplo de Fernando de los Ríos, que, en 1920 y en nombre del PSOE, viajó a la Unión Soviética para ver si su partido se unía a Lenin o permanecía dentro de la socialdemocracia. Allí se entrevistó con el autócrata soviético, al que, tras escucharle, le preguntó, no sé si ingenuamente, que para cuándo la libertad que la dictadura proletaria tenía abolida. Y Lenin, que ya no tenía nada que disimular, le cortó con esas tres palabras que sirven para definir perfectamente el comunismo: “libertad, ¿para qué?”.
Al comunismo de entonces y al de ahora, que, aunque nos resulte extraño, goza de muy buena salud. El resultado de la entrevista y del informe que hizo el bueno de De los Ríos fue que una facción del PSOE se escindió y creó el Partido Comunista de España, que sí se asoció a esa Tercera Internacional, mientras el PSOE se unía a los restos de esa Segunda, que va a tener una vida muy lánguida hasta que en la II Guerra Mundial se puede dar por desaparecida.
En 1951 los partidos socialdemócratas europeos decidieron crear otra Internacional, que recogiera el espíritu de la Segunda, a la que llamaron Internacional Socialista. La seña de identidad de esta enésima Internacional fue su anticomunismo militante. Hay que tener en cuenta que estábamos en plena Guerra Fría, con Alemania, madre de la socialdemocracia, dividida en dos.
Desde entonces, la vida de esta Internacional ha sido, según Alfonso Guerra, la de ser cada vez más una agencia de viajes para los líderes de los partidos socialistas. La languidez de la institución viene dada por hechos como que el Secretario General, un chileno que se llama Luis Ayala, llevaba 33 años en el cargo hasta que lo ha dejado ahora en Madrid, y ni los socialistas más acérrimos sabían su nombre.
El anuncio de Sánchez
Pero lo más importante es que esa languidez institucional se corresponde con la crisis profundísima en la que la socialdemocracia está metida desde que la clase obrera, a la que dicen que quieren liberar, hace tiempo que descubrió que la forma más eficaz de prosperar es la de las políticas liberal-conservadoras. No hay más que ver la desaparición de partidos socialistas en su día muy importantes, como el francés o el italiano, o cómo el líder del SPD alemán, Olaf Scholz, ha llegado a la cancillería desde el trampolín de ser el ministro de Economía y vicecanciller de la cristianodemócrata Angela Merkel.
Ahora viene la declaración de Sánchez, al hacerse líder de esa lánguida institución. Ha dicho que quiere darle un giro de 180 grados, sin explicar a qué se refiere. La verdad es que no hace falta que lo diga para los que hemos contemplado lo que ha hecho con el PSOE, que hoy es la marca blanca del comunismo podemita. Quizás Sánchez, como les ha pasado a otros socialistas históricos –pienso en Largo Caballero-, añore no haber rechazado el informe de Fernando de los Ríos y haberse unido a Lenin. Pero ahora no le tiembla el pulso para no solo unirse, sino para encabezar a sus herederos.