Terminado el estado de alarma y reabierta la movilidad, mi familia ya no está enclaustrada ni nada parecido y, por ende, a esta sección le quedan pocas horas de vida. Antes de la despedida propiamente dicha o de que la vorágine de esta nueva anormalidad avive la llama incesante del olvido, se antoja necesario repasar algunas lecciones que hemos sacado de estas semanas de pandemia, confinamiento y "desescalada" regidas por el inesperado estado de alarma. He elegido siete por lo mágico de ese número y el orden nada tiene que ver con la importancia de cada lección. Habrá muchas más y seguramente más interesantes, pero estas me parecen básicas.
La primera enseñanza que deberíamos mantener despierta en el futuro se llama fragilidad. Todo nuestro modo de vivir se derrumbó cómo un simple castillo de naipes porque las pandemias son posibles aunque creíamos que no y porque el miedo es un arma devastadora que, si se maneja bien, puede servir para controlar y manejar a una sociedad que se cree más libre de lo que realmente es. Somos vulnerables y tenemos miedo. Precisamente por ello ahora llevaremos mascarillas.
El segundo aprendizaje es que la clase política española sigue alejada de la sociedad a la que representa. La unidad de los primeros días solo era un espejismo que se esfumó con enorme celeridad. Pronto los representantes del Congreso de los Diputados, esos que no renuncian a sus dietas aunque no trabajen, volvieron a la senda de la crispación, el vuelo corto y el oportunismo. La cabra, cojee de una pierna o de la otra, siempre acaba tirando al monte. Hay que depurar responsabilidades, sí, pero ahora es el momento y no antes.
Se ha consumido más información que nunca pero se ha maltratado a los periodistas como siempre. Sin una prensa libre, todos somos más esclavos del poder
La tercera lección es paradójica porque se refiere a este bello oficio donde triunfan los cínicos. En estos días frenéticos de fake news y bulos, la prensa resulta más necesaria que nunca para que los ciudadanos estén bien informados. Pero, al mismo tiempo, no hay un modelo de negocio rentable para el periodismo, porque la excesiva dependencia de la publicidad comercial o institucional coloca a los medios al límite. Se ha consumido más información que nunca pero se ha maltratado a los periodistas como siempre. Sin una prensa libre, todos somos más esclavos del poder.
En cuarto lugar, ha quedado claro que, por mucho que la natalidad sea baje y se necesiten nacimientos para invertir la pirámide de población porque a este paso no habrá manera de cobrar una pensión, tener hijos está más castigado que premiado en España. Los menores han sido la última preocupación de las autoridades. Fueron los primeros en ser encerrados, amén de señalados como peligrosos contagiadores, y han sido los últimos en poder volver a hacer algo tan inocuo como columpiarse en el parque. Sin ellos, no hay futuro posible. Cuidémoslos.
La quinta lección, siguiendo la categoría generacional, es que los jóvenes de nuestra sociedad, esos a los que se caricaturiza como adictos al botellón, son unos auténticos desconocidos para el resto de generaciones. Pese al permanente cainismo, y por momentos guerracivilismo, de nuestros políticos, los chavales de quince a veinte años no se movilizan por esos motivos, pero, en cambio, son capaces de salir a la calle para clamar contra el racismo, al igual que el pasado diciembre lo hicieron contra el cambio climático. Otra visión y otras preocupaciones que debieran tenerse en cuenta.
La razón fundamental para mejorar la sanidad no es, como suele decirse, que haya que estar preparados porque pueda haber un rebrote u otra pandemia, sino que hay que tener en cuenta que en los hospitales muere gente todos los días por otras dolencias
Una sociedad no puede maltratar a sus mayores. Esta sexta enseñanza, ya comentada aquí a con toda crudeza a raíz de lo sucedido en las residencias, quizás sea una de las más dolorosas pero, precisamente por ello, debiera ser una de las más recordadas. Esa generación que vivió una parte de la posguerra y contribuyó a aluumbrar la democracia merece más atención y cuidado en todos los sentidos. Lo viejo no tiene que ser sinónimo de inservible, sino al contrario. Eso nos enriquecerá.
En séptimo y último lugar, esta crisis ha evidenciado que nuestro sistema sanitario no es el mejor del mundo. Tiene a magníficos profesionales, esos a los que aplaudimos en el símbolo más bello de comunión social de estas semanas, pero no tiene los mejores medios. Faltan protocolos, camas, investigaciones y contratos. O, dicho de otra manera, falta dinero. Es una tarea urgente que no se soluciona con premios. La razón fundamental para mejorar la sanidad no es, como suele decirse, que haya que estar preparados porque pueda haber un rebrote u otra pandemia, sino que hay que tener en cuenta que en los hospitales muere gente todos los días por otras dolencias. Más sanos sí seremos más fuertes.