Miguel de Unamuno, el último agonista trágico de nuestras letras contemporáneas, según contó Bartolomé Aragón, antiguo alumno suyo, antes de dejar caer la cabeza sobre el pecho, rendido casi ya a la muerte, dijo aquello tan conocido de que “España se salvará porque tiene que salvarse”; una España inmersa ya en la guerra -Unamuno murió en diciembre del 36-, una España que tanto le dolió y en la que depositó tanta fe, que, efectivamente, se salvó.
“España se salvará porque tiene que salvarse”, aunque el optimismo sea un difícil ejercicio de voluntad y el discurrir de la política dificulte la sanísima ironía que aconsejan los sabios, aún con todo, aquella frase última, tan postrera, es un asidero: Unamuno, como casi siempre, tuvo razón.
La corrosión hecha Gobierno
Estamos inmersos en una vertiginosa espiral de gobernantes cáusticos y mezquindades hechas ministerio. La peor combinación posible para momentos de espanto. No porque el Gobierno se salte las reglas, sino porque ha prescindido de ellas. Una diferencia que marca el camino que va desde los malos gobernantes y hasta los gobernantes corrosivos.
Los primeros hacen destrozos, arruinan países; los segundos los abrasan en su irrefrenable ansiedad de poder. Los primeros tratan de bordear las leyes, pero no escapan a esa normativa no escrita que el tiempo y el acervo asientan como límites de lo admisible -las manidas líneas rojas- y que son, a fin de cuentas, lo que hace sostenible la convivencia más allá de legalmente punible. Los segundos no conocen nada, ni de líneas rojas ni de ningún otro color, no entienden más que de esas líneas que utilizan de de guía para alcanzar sus propósitos..
Si hay algo que resultara predecible es que el Gobierno de Sánchez e Iglesias pertenecía a esta segunda casta. La intuición se ha visto confirmada. Aquellas 48 horas nefandas en las que el ministro del Interior embarró a la Guardia Civil. Aquellas 48 horas en las que Pablo Iglesias, como si estuviera leyendo una página cualquiera del Diario de Sesiones del Congreso de los años 30, acusó a Vox de querer dar un golpe de Estado. O estas semanas de insultante desprecio hacia el dolor de un país, en las que el Gobierno se ha negado a decirnos cuántos españoles -que son hijos, que son padres, que son hermanos- han fallecido. Y aún así, hay que tener motivos para la esperanza.
Una esperanza unamuniana
De Unamuno se ha dicho que era un desesperanzado, Sin embargo, si se lee con detenimiento e intimidad su obra, sobre todo a partir de la muerte de su hijo, se podrá ajustar esa expresión a que era, no un desesperanzado, sino un hombre en busca de una esperanza, que es sustancialmente distinto. La aspiración de encontrar un clavo ardiendo era lo propio de Unamuno, que anhelaba, como las naciones, serlo todo y vivir para siempre. ¡Qué ancha su conciencia, qué amplia su dignidad!
Ahora que el Gobierno ha desvelado su naturaleza y empezamos a verle los colmillos a la crisis económica y social, ¡qué necesaria es esa aspiración, esa esperanza de esperanza tan unamuniana! Pero, ¿quién la encarnará, quién será capaz de darle a esto unas hechuras políticas? Porque estos no son términos de uso habitual en el registro lingüístico de la política, pero sí y de qué modo, lo son de ese elenco íntimo de palabras en las que se apoya la persona que es, o debiera ser, el centro de la política.
Chapotear en el lodo
Estamos en algo más que una batalla de ideas; algo más que un mero choque conceptual o de visiones de la sociedad. Esta crisis, que, salvo el virus, no ha traído nada nuevo, sí ha desnudado y despojado de tonos melosos y palabras hermosas las intenciones y obsesiones del Gobierno (poder incontrolado, trastoque de la sociedad, distorsión de la política). Y es dudoso que para confrontarlo baste únicamente con la economía y la fiscalidad, que son principales, en tanto en cuanto son las políticas que toman -o deberían tomar- la realidad como medida. Quizá, junto a esta política de la realidad, sería necesario presentar a la sociedad una política de la forma y la estética -cargada, claro, de ética- con la que poner a salvo todo ese conjunto común de valores, ese acervo que no está recogido en el ordenamiento pero que ha hecho posible la convivencia, que es lo que facilita que ni las leyes ni los códigos vayan contra alguien, sino a favor de todos.
Esta es la batalla cultural decisiva, la de la forma, la de convertir la política en el reino de la aristocracia del espíritu, que es la aristocracia útil, y dejarle el lodo a quienes tan sólo pretenden chapotear en él, con la esperanza de que, pase lo que pase, haga lo que haga este Gobierno, “España se salvará porque tiene que salvarse”.