La covid ha venido a exhibir una evidencia. Ni económica ni socialmente los viejos son rentables y por tanto no es extraño que ocupen un lugar residual en la sociedad que hemos construido. Como aún disponen de capacidad de voto se hace obligatorio para los poderes constituidos tratarlos con un respeto que ronda entre la reverencia y el cinismo; en el fondo les importan un carajo. Nadie tiene el más mínimo interés en ellos salvo como fuerza electoral y mientras las urnas estén lejos deben adaptarse a los flujos de la necesidad de una vida azarosa, porque es nueva y nadie avisó de lo que les venía encima.
Los jóvenes son diferentes por generaciones, las mujeres también, la vida económica no digamos, el ocio para qué contarlo, las costumbres siempre cambiantes, el arte, los medios de comunicación, en fin, todo cambia, hasta las religiones y los dioses, digan lo que digan literatos asentados. Lo único que permanece son los viejos. Sus únicas variantes se deben más a la presión social o familiar, que viene a ser lo mismo, pero no a su voluntad. Menudo sarcasmo que algún vejestorio planteara el derecho de autodeterminación. Se reirían hasta las paredes y se le enviaría a un psiquiátrico. No a un geriátrico, digo bien, si no a un reducto para enfermos mentales. Demencia senil.
La epidemia del covid ha trastocado los restos de la vejez tradicional que se limitaban a la familia cercana, un grupo de amigos y los juegos sin esfuerzo como la petanca o el paseo. Y al final llegó. También las pensiones mínimas y los ahorros. Los ancianos siempre fueron discretos, tanto que bordeaban la angustia y caían en la necesidad, pero nadie calculó por falta de ganas, de tiempo y de empatía, que podían cuestionarse esos fondos en su punto más obvio, el de cobrarlos. Un gasto que podía reducirse a su mínima expresión: los bancos manejarían los dineros y los viejos se las apañarían para sacarlos. Económicamente impecable. Se reducen costos, se gana en beneficios y que cada mayor de edad entienda que estamos en la era tecnológica. El que se quede en el camino que se joda; haber aprendido de los nietos que nacen con un móvil en el culo.
Los ancianos siempre fueron discretos, tanto que bordeaban la angustia y caían en la necesidad, pero nadie calculó por falta de ganas, de tiempo y de empatía, que podían cuestionarse esos fondos en su punto más obvio, el de cobrarlos
La idea del anciano pertenece a los restos de la sociedad tribal, donde al parecer se les respetaba y cuidaba en función de su experiencia que era sinónimo, creían, de sabiduría. Una memez en sociedades donde la velocidad, los reflejos, la ambición constituyen el acicate más poderoso. Por eso se recomienda ahora que a los viejos hay que cuidarlos. Un gesto de piedad escasamente relacionado con la vida común. Además, en muchos casos sus pensiones o sus ahorros son el único recurso para que la familia pueda tirar hacia delante; razón de más para mantenerlos con vida.
Pero llegó la covid y todo quedó en suspenso. Las paparruchas de los políticamente correctos entraron en modo silencio. La mortandad de ancianos en las residencias ejerció de ángel exterminador. No conozco ninguna estadística de viejos fallecidos en lo que eufemísticamente se denomina “residencias de la tercera edad”. Quizá sean tan escandalosas que mejor no decirlas y además son un negocio, con sus intereses que dependen sobre todo del prestigio y la salubridad. Ancianos contentos. Sonrientes en las redes que los publicitan.
Lo que hace pocas décadas se consideraba un recurso para viejos con enfermedades o carencias crónicas se convirtieron en aparcamientos personalizados. Igual que una familia guarda el coche en un garaje protegido. Aunque no lo usen regularmente, suelen ir a comprobar si todo está en orden. Del mismo modo pueden interpretarse las residencias de ancianos. Las hay aireadas, bien limpias y donde el vehículo recibe las prestaciones de la puesta a punto; depende de los precios.
¡Horror, qué barbaridades dice este viejo intempestivo! Sosiéguense y observen las cosas con el distanciamiento que concede la edad, que no la sabiduría, tan escasa entre los ancianos como entre los jóvenes entrados en años. ¿Ninguno de esos talentos financieros que arrebatan al mundo calculó el esfuerzo mental y físico que invierte un anciano en ir a un cajero para administrar su pensión o sus ahorros? Por supuesto que no. No está entre sus tareas; lo suyo se refiere a la capacidad inversora y el incremento de los beneficios.
Ha tenido que ser un médico levantino y jubilado, Carlos San Juan, 78 años, quien pusiera el dedo en la llaga para que los cazadores de votos la descubrieran.
No son una ONG, para eso tienen las Fundaciones que además desgravan. Si algo les inquietara sería el “daño reputacional”, que es la frase utilizada en la jerga del gremio. Pero como todos al unísono lo hacen, no caben las dudas. Fíjense si el asunto es una obviedad que para paliar los efectos que les pueda causar la presencia de empleados en las sucursales han solicitado ayuda estatal, económica por supuesto. ¡Es el mercado, amigo!, decía con satisfacción el ministro Rato antes de que se saltara las leyes para aprovecharse de él.
La izquierda institucional podrá tener ideólogos viejunos pero carece de viejos y tampoco la derecha está en su terreno con ese asunto de la ancianidad; ambos se mantienen en la idea del aparcamiento y el silencio. El desamparo político de los viejos es una muestra de la incapacidad para ver la realidad, ya no digamos para cambiarla. Ellos colocados, dejan de depender de sus padres y abuelos. Ha tenido que ser un médico levantino y jubilado, Carlos San Juan, 78 años, quien pusiera el dedo en la llaga para que los cazadores de votos la descubrieran.
La digitalización de la banca minorista se ha traducido en un hachazo para la vejez. Si no tenían suficiente con la covid ahora no sólo tendrán que aislarse de jóvenes y menos jóvenes sino que no podrán disponer a su antojo de sus pensiones ganadas a pulso y púa. Deben aprender a usar móviles, a enfrentarse a máquinas donde una tecla puede meterles en un lío del que no saben salir. Incluso cuando van a reclamar lo suyo, lo que pelearon, ¡aténganse al horario de 9 a 11! Y aguantar, que el empleado no da abasto. O vaya al cajero, que es un modo tecnológico de decirle a uno que se vaya a la mierda con su problema.
Reflejar la realidad y no pasar pantalla. Además de llenarnos la boca tertuliana habrá que explicar lo obvio. Para ejercer de beatos digitales no es imprescindible callar y convertirnos en tragaldabas de realidades sangrantes. Los viejos no son rentables y hay muchas maneras de borrarlos del paisaje, tantas como intereses. De momento ¡salvemos al soldado Veterano! Estamos en campaña.