Hace cuarenta años había pocas dudas sobre qué ciudad tenía mejores opciones para ganar la competición por el liderazgo económico español. Los indicadores mostraban que Barcelona estaba mucho mejor posicionada que Madrid. Pero, con los datos en la mano, es un hecho indiscutible que ha sido la metrópolis madrileña la que se ha convertido finalmente en el centro económico de España y en una de las pocas ciudades globales de la Unión Europea. ¿Qué ocurrió para que se produjera ese resultado imprevisto?
Los estudios más solventes, e independientes, destacan los factores institucionales como los decisivos en la explicación de la pérdida de peso de Barcelona en la muy competitiva economía de aglomeración que se ha instalado en el mundo durante los últimos veinte años. Entre ellos, destaca un interesante trabajo de uno de los más reconocidos geógrafos, el catedrático de la London School of Economics, Andrés Rodríguez-Pose.
Para Barcelona, como para todos los procesos de concentración, las claves hay que buscarlas en “las diferentes estructuras institucionales en las que ha tenido lugar la actividad económica”. El fracaso de centros económicos importantes en esta competición se explica por la creación forzada de vínculos sectarios que facilitan la polarización social, lo que dificulta el “uso eficiente del talento y frena el desarrollo y la promoción de la actividad económica”.
Huida masiva de empresas
Barcelona ha sido víctima de un catalanismo excluyente que, obsesionado por dividir a los catalanes, ha llevado a la ruptura de la confianza, algo que, como demuestra Rodríguez-Pose, resultó letal para el crecimiento económico y la carrera con Madrid por el liderazgo. Las cuentas del procés las paga la capital catalana. Ahí esta la prueba de laboratorio del 1-O con la huida masiva de sedes de las grandes empresas, esas cuya supervivencia depende de leer correctamente las señales sobre estabilidad institucional.
Hoy somos un Estado federal que, según los rankings (Regional Authority Index), solo es superado por Alemania en presupuesto transferido, por delante de EEUU o Suiza
De poco sirve refugiarse en falacias discursivas como la de la “capitalidad” para explicar el éxito de Madrid. Su gran crecimiento coincide, precisamente, con un proceso de descentralización explosivo en España, único en el mundo. Hoy somos un Estado federal que, según los rankings (Regional Authority Index), solo es superado por Alemania en presupuesto transferido, por delante de EEUU o Suiza. Frente a evidencias, que el secesionismo recurra a bombardear Madrid es poco útil. Son ellos los que están gripando el motor Barcelona. Es el carácter inclusivo desarrollado en la capital de España lo que le ha dado alas para convertirse en lo que hoy los datos demuestran.
Ni capitalidad ni dumping fiscal. Producen bochorno falacias como la puesta en circulación por la coalición que gobierna en Valencia. Haciendo referencia también al factor capitalidad, llegan a sostener algo como esto: “Dado que Madrid goza de esas ventajas, debería renunciar a una estrategia fiscal en la que, apoyándose en las mismas, perjudica a otras comunidades”. ¿Desplumar a la capital como proyecto político?
Que Barcelona perdiera la carrera por ser la gran metrópolis de la Península Ibérica es la consecuencia directa del procés. La política excluyente y de polarización del soberanismo ha anulado definitivamente las opciones de convertirse para España en lo que representan en sus países Toronto, Londres o Milán, polos de absorción de crecimiento de calidad en el mundo de la nueva globalización.
Uno de los casos estudiados por este experto en historia del desarrollo, la Serrata en la Venecia del siglo XIV, parece seleccionado para explicar la historia reciente de Barcelona
Con tesis similares a las de Rodriguez-Pose y Daniel Hardy, Daron Acemoglu -Por qué fracasan los países- interpreta la degradación institucional como el factor decisivo que explica por qué unas sociedades tienen éxito y otras no. La avaricia extractiva de grupos privilegiados termina arruinando a sociedades enteras. Uno de los casos estudiados por este experto en historia del desarrollo, la Serrata en la Venecia del siglo XIV, parece seleccionado para explicar la historia reciente de Barcelona y su relación con el catalanismo dirigente.
Hacia 1330 Venecia había llegado a la cima como ciudad enriquecida por el incipiente comercio internacional e impulsada por las condiciones favorables de una sociedad abierta en la que jóvenes emprendedores tenían excepcionales oportunidades. Pero, cuando se aprueba la ley de la Serrata (el cierre) como un medio de la nobleza veneciana para impedir que nadie, salvo ellos, pudiera entrar en el Gran Consejo que gobernaba la ciudad y controlaba las actividades comerciales, todo cambia. Con esta supresión de los instrumentos institucionales que favorecían la movilidad social, Venecia se convirtió en un ecosistema anti-talento, el reino de la desconfianza. La victoria de los extractivos liquida a la Nueva York medieval.
La ciudad italiana terminó en un parque temático, un museo. Ese es el futuro que, si sigue la política extractiva del catalanismo excluyente, anuncia para Barcelona el catedrático de Economía de Pensylvania Jesús Fernández Villaverde. Cierre, es decir, ni consenso político ni apertura económica ni movilidad social, y mucha polarización como estratagema para el control político. Serrata para poder capturar rentas públicas y, como distracción, bombas contra Madrid.
La obsesión de Sánchez
Fernández-Villaverde tampoco entiende cómo desde el gobierno de España se muestran obsesionados con parar el crecimiento de Madrid, desde una idea obsoleta del concepto de cohesión territorial para el mundo de la Cuarta Revolución Industrial. Paul Collier, en un libro -El futuro del capitalismo- que el Nobel George Akerlof ha valorado como la obra “más revolucionaria sobre ciencias sociales desde Keynes”, utiliza el ejemplo del separatismo catalán para ilustrar el desastre al que llevan los nacionalismos excluyentes.
Les retrata como depredadores que señalan con resentimiento “las transferencias fiscales a las regiones más pobres” y explica cómo, “más allá de los relatos de postureo en torno al derecho de autodeterminación de cara al exterior”, estos movimientos políticos constituyen una manifestación más de la descomposición del Estado de bienestar. Por pobres, disparan contra Extremadura, y por ricos, contra Madrid -cuyos datos demuestran máxima solidaridad con el conjunto de la nación-, pero realmente atacan nuestra amplia identidad compartida como españoles, a la España constitucional.
Acaparar recursos públicos
En Cataluña han creado las condiciones para poder acaparar recursos públicos -de universidades a cámaras de comercio- y, de paso, han sacrificado todas las opciones de Barcelona para convertirse en una de las metrópolis florecientes -según denominación de Collier-, una de esas pocas grandes concentraciones que, como “fábricas del siglo XXI”, acumulan el mayor potencial de crecimiento. Y es obvio que en España no son posibles dos de estas ciudades globales propias de la geografía de concentración hoy dominante.
Demuestra cómo, sin el potencial de estas pocas metrópolis florecientes –“incluso mejor que un pozo de petróleo, pues es posible que nunca se agote”-, no hay políticas de cohesión territorial viables. Resalta cómo estas ideologías predicadoras provocan brechas institucionales mediante relatos de odio contra personas que viven en el mismo territorio. No hace otra cosa TV3 al tratar diariamente como extranjeros al 55% de catalanes castellanoparlantes. ¡Paga Barcelona!
A ese carro ha atado al PSOE Pedro Sánchez, que, con los socios de los que ya no puede prescindir -incluso cuando disimula, ahora en modo “español, español, español”-, recurren a la que consideran su arma de destrucción masiva: “¡Madrid del Caudillo!”. Con poco éxito.
De las bombas se ríen, mamita mía, los madrileños, los madrileños.