Hasta que Pedro Sánchez llegó al poder, leer la prensa era aburridísimo: día sí y día también, los titulares los acaparaban, indefectiblemente, los secesionistas catalanes y sus derechos históricos. Como si los demás españoles no tuviéramos abuelos ni cosas que hacer, como si no hubiera otros problemas —reales— en el mundo. Los ciudadanos de a pie estábamos tan saturados del monotema que algunos empezaban a pedir que se concediera la independencia a Cataluña, aunque sólo fuera para librarnos de aquel tostonazo diario.
Ahora todos podríamos hacer un retrato de nuestro presidente, pero cuando llegó a nuestras vidas apenas lo conocíamos. Sabíamos que su propio partido le había puesto muchas piedras en el camino, pero que, aun así y contra todo pronóstico, había conseguido ser elegido por los militantes. Más tarde le veríamos ganar la moción de censura a Rajoy y las elecciones de abril de 2019. Pero los números no le daban, de modo que volvió a convocar elecciones para noviembre de ese mismo año, pues aseguraba que no dormiría tranquilo si tuviera que compartir Gobierno con Podemos —no recuerdo si fue entonces cuando empezó a referirse sí mismo como “mi persona”—. Supongo que unos le votarían porque compartían ese temor y otros porque no dudaron de que decía la verdad cuando afirmaba que el independentismo era tan malo como la ultraderecha. Fuera como fuere, tampoco entonces obtuvo la mayoría que necesitaba.
Al día siguiente de ser nuevamente elegido, hizo lo contrario de lo que había dicho que nunca haría y se abrazó con Pablo Iglesias. Y en enero de 2020, formó Gobierno apoyado por esos partidos independentistas que hasta hacía un cuarto de hora habían sido Hitler redivivo. Con ello demostró que para él no existen líneas rojas ni palabras dadas, y fue entonces cuando empecé a pensar que podría ser nuestra mejor arma contra el secesionismo. El pobre Mariano Rajoy, acostumbrado a no salirse del carrilito —que es lo que hacen los Registradores de la Propiedad—, había resultado ingenuo y previsible. Y mientras Oriol Junqueras le ponía ojitos a Soraya Sáenz de Santamaría, los rebeldes catalanes hicieron acopio de urnas que no pudo encontrar ni el CNI.
Aunque los secesionistas se quejaban de que “el Estado” no quería dialogar, Mariano se había puesto al teléfono cuando un humorista de una radio catalana le había llamado haciéndose pasar por Torra
Acostumbrados a chotearse de los predecibles peperos, los indepes pensaron que a Pedro Sánchez también podrían hacerle luz de gas. Pero ay, amigo, Sánchez no es Rajoy. Aunque los secesionistas se quejaban de que “el Estado” no quería dialogar, Mariano se había puesto al teléfono cuando un humorista de una radio catalana le había llamado haciéndose pasar por Torra. Sánchez, sin embargo, repetía una y otra vez que la solución era el diálogo, pero durante varios meses tuvo al Molt Honorable suplicando una reunión.
Cuando salió la sentencia del juicio por el prusés, nuestro Presidente afirmó que:
“Una vez conocido el sentido de la sentencia del Tribunal Supremo, quiero manifestar el absoluto respeto y el acatamiento de la misma por parte del Gobierno de España (…) el acatamiento significa su cumplimiento. Reitero: significa su íntegro cumplimiento”.
Aquella sentencia convirtió —otra vez— Cataluña en un campo de batalla, y mientras en Barcelona tenía lugar una guerrita, él se dedicó a hacer algo que a mí me fascinaba: hacía creer a los indepes que cedería en todas sus exigencias. Eso daba alas a Torra y sus secuaces, provocaba que las derechas —qué plural tan cursi— echaran espumarajos como perros rabiosos y que los articulistas escribieran columnas llamando a rebato.
Sánchez consentía que cupaires, antisistemas y secesionistas de todo pelaje incendieran las calles y pusieran en grave peligro la convivencia
Mientras a sus votantes les decía que el independentismo era el Mal, Sánchez consentía que cupaires, antisistemas y secesionistas de todo pelaje incendieran las calles y pusieran en grave peligro la convivencia y a las FCSE, quienes tenían órdenes de intervenir lo menos posible. A veces incluso daba la sensación de que ni siquiera les dejaban defenderse.
En varias ocasiones observé que Pedro Sánchez hacía con los independentistas lo mismo que con los demás: les decía lo que querían oír, dejaba que contaran a la prensa todas las concesiones que creían haber arrancado al Opresor Estado Español y luego los dejaba colgados de la brocha. Creo que entonces sólo quería ganar tiempo. ¿Sabía él que pronto llegaría una pandemia que acabaría con toda rebelión? Yo, que no tengo más recursos que el tiempo que dedico a leer e investigar, lo sabía en diciembre de 2019.
Rajoy no había conseguido gran cosa con los piolines y las llamadas a la ley y, lo confieso, veía a Pedro Sánchez capaz de conseguir que los secesionistas se ahorcaran con sus propias esteladas.
Poco a poco —ignoro si los medios regados con publicidad institucional recibieron directrices del Gobierno— las noticias del asunto catalán fueron desapareciendo de las portadas. Y a raíz de marzo de 2020, el independentismo desapareció bajo el nuevo monotema: el coronavirus. Gracias a él, las aguas se fueron calmando, y el 14 de febrero de 2021 el PSC obtuvo su mejor resultado en unas elecciones desde 2006. Siempre he pensado que si en algún momento Sánchez hubiera conseguido la mayoría absoluta que tuvo Rajoy, habría enviado la Legión a Cataluña sin que le temblara el pulso. Pero su poder no era tan omnímodo como a él le gustaría, seguía necesitando el apoyo del independentismo para seguir en el Gobierno y comenzó a amagar con los indultos. Mi fe en que sólo fuera otro de sus movimientos de distracción se vio quebrada en junio de 2021, cuando indultó a los implicados en el golpe de Estado.
Personalmente, no me hizo ninguna gracia; habría preferido que todos los acusados cumplieran integramente las penas. Pero a lo mejor yo me equivocaba. A fin de cuentas, Rajoy no había conseguido gran cosa con los piolines y las llamadas a la ley y, lo confieso, veía a Pedro Sánchez capaz de conseguir que los secesionistas se ahorcaran con sus propias esteladas. Sin embargo, compruebo estos días que me equivoqué cuando pensé que me equivocaba: el PSOE —y sus socios— quieren eliminar el delito de sedición. Y, por si esto fuera poco, ahora se está hablando de modificar el delito de malversación.
“No es lo mismo el corrupto que se lleva el dinero a su bolsillo que el corrupto que no se lleva el dinero a su bolsillo”, decía el lunes la exjueza y ministra de Defensa Margarita Robles en Antena3. Me va a permitir una puntualización, señora ministra: para el votante medio, robar es robar. Y que te roben quienes ganan mucho más que tú por administrar el dinero destinado a “Sanidad y Educación” duele mucho más que si te roba un vulgar ratero.
Dejemos de lado el hecho de que malversar para montar redes clientelares y asegurarte de ese modo la permanencia en el poder es, también, lucro personal. Por un momento, aceptemos que la señora Robles y sus compañeros tienen razón, y que no es lo mismo el corrupto que se lleva el dinero a su bolsillo que el corrupto que no lo hace. Pongamos por caso que A cobra una comisión por hacer una piscina municipal en su pueblo —instalación que disfrutarán sus convecinos—y se lo gasta en comprarse un coche. B, que es un ángel del Señor, ha cobrado una mordida por facilitar una contrata y se gasta parte del dinero en ayudar a unos amigos que estaban al borde del desahucio. Y C, se queda el dinero destinado a los parados y se lo gasta en invitar a sus amigos del sindicato a putas y coca, fomentando con ello el tráfico de drogas y la trata de blancas. ¿Cuál de los tres merecería mayor condena? ¿Están seguros de que quieren entrar en ese jardín?
Wesly
Un delincuente privado que quiera robar por ejemplo una joyería, ha de enfrentarse a la posibilidad de que el joyero disponga de alarmas, cámaras de vigilancia, armas, etc. El sujeto del robo, el joyero, puede defenderse, tiene cierta capacidad de evitar el atraco. Cuando son los políticos o los empleados públicos –que ya reciben un buen sueldo y escandalosos privilegios pagados obligatoriamente por los contribuyentes precisamente para administrar honestamente el dinero público- los que roban, los sujetos del robo, es decir, los contribuyentes, están en clara desventaja, no pueden defenderse en absoluto. Si, en lugar de cumplir su obligación, los politicos se dedican a apropiarse del dinero del contribuyente, las penas a aplicarles deberían ser mucho más severas que las aplicables a los delincuentes privados. También, dada la indefensión de los contribuyentes y las connotaciones de los delincuentes públicos, a éstos se les debería aplicar la presunción de culpabilidad (como se aplica a los presuntos culpables de violencia de género) en lugar de la presunción de inocencia, es decir, deberían estar obligados a demostrar siempre que han actuado en todos los casos honestamente, sin ningún beneficio personal ni para su partido. Pero, en lugar de ir para adelante en la protección de los derechos de los contribuyentes, vamos para atrás. Ahora pretenden despenalizar (o penalizar menos) la malversación de caudales públicos. Un escándalo de grandes dimensiones