A pesar de la moralina del reciente anuncio del Ministerio de Hacienda, que insiste en proyectar la idea de que cuantos más impuestos pagamos, más modernos y civilizados somos, la realidad es que el auténtico grado de civilización de una sociedad no se mide por la cantidad de dinero recaudado, sino por la calidad y responsabilidad con que se gestionan esos recursos. Pagar impuestos es parte esencial del contrato social: cada contribuyente aporta para que el Estado devuelva en servicios, infraestructura y protección, construyendo, en definitiva, un país mejor. Sin embargo, el mero acto de contribuir no es suficiente para construir una sociedad avanzada. La verdadera civilización se mide en cómo se gestionan esos recursos, en cómo se atienden las necesidades de los ciudadanos y en la respuesta que las autoridades ofrecen en momentos de crisis.
La reciente DANA en la Comunidad Valenciana ha vuelto a exponer las fallas en la gestión de recursos públicos ante una emergencia. En teoría, los impuestos que todos pagamos deberían servir para reforzar las infraestructuras y garantizar que la administración esté preparada para actuar con rapidez y eficacia. Pero en la práctica, lo que observamos es lentitud, burocracia y, en muchos casos, despilfarro en obras que no responden a las necesidades reales. La desgracia de la DANA ha dejado al descubierto una gestión que, en lugar de construir resiliencia, se pierde en trámites interminables y decisiones políticas que parecen no responder a las urgencias de la ciudadanía.
Es fácil hablar de conciencia fiscal y recordar al ciudadano su obligación de contribuir, pero ¿cuántas veces nos hemos sentido defraudados al ver el destino de nuestros impuestos? ¿Cuántas veces hemos sido testigos de proyectos mal ejecutados, de recursos desperdiciados en estudios interminables o en infraestructuras que no soportan la primera gran tormenta? No hay peor desapego que el de un ciudadano que, tras cumplir con sus obligaciones fiscales, se encuentra con una administración incapaz de responder a sus necesidades. La verdadera civilización radica en una gestión pública eficiente, transparente y sin despilfarro, donde cada euro aportado tenga un propósito claro y se traduzca en beneficios tangibles para la comunidad.
La DANA de Valencia es solo un ejemplo más de esta desconexión entre la recaudación y la buena administración. Nos enfrentamos, una y otra vez, a la paradoja de una sociedad en la que se paga por seguridad y bienestar, pero que luego carece de capacidad para brindar una respuesta eficiente cuando realmente se necesita.
Si queremos construir una sociedad verdaderamente avanzada, necesitamos una cultura de exigencia que valore tanto la recaudación como la buena administración. La ciudadanía debe poder fiscalizar y exigir cuentas claras sobre el uso de sus impuestos. Es un derecho y una responsabilidad de todos, pues una gestión deficiente no solo mina la confianza en las instituciones, sino que tiene un impacto directo en nuestras vidas. La civilización no está en el hecho de pagar, sino en lo que conseguimos con lo que pagamos. Cada euro malgastado, cada proyecto innecesario, es un paso atrás en ese ideal de una sociedad avanzada.
Cultura de la gestión pública
Para que España pueda verdaderamente llamarse una sociedad civilizada, hace falta una transformación en la cultura de la gestión pública. Las autoridades deben asumir que la ciudadanía no solo pide infraestructuras sólidas, sino también transparencia, eficacia y previsión. El mal uso de los recursos públicos no solo es un fracaso administrativo, sino un incumplimiento del contrato social que une a los ciudadanos con el Estado. Es el deber de las autoridades recordar que la sociedad no las juzgará por cuánto logren recaudar, sino por cómo utilicen esos recursos en beneficio de todos.
Debemos trabajar para que la transparencia, la responsabilidad y la eficiencia sean los principios rectores de la administración pública. Esto significa no solo responder con rapidez a las crisis, sino también gestionar con previsión, pensando en los retos del futuro.
Es hora de que las autoridades dejen de lado la retórica y se comprometan con una administración orientada a la protección y el bienestar de la ciudadanía, capaz de responder con altura de miras a las exigencias de un mundo cada vez más complejo.
En conclusión, una sociedad avanzada no se mide por cuánto paga, sino por lo que consigue con lo que paga. La civilización de un país no está en el acto de recaudar, sino en la capacidad de su administración para gestionar con eficacia y responsabilidad cada céntimo que el ciudadano aporta. Que el ejemplo de la DANA en Valencia sea un recordatorio de que el verdadero termómetro de una sociedad civilizada es su capacidad para gestionar bien los recursos de todos.
José Félix Sanz es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid