Opinión

Medio siglo de partidocracia

Mientras los diputados no dependan de los votantes, ni serán libres, ni serán brillantes, ni actuarán en beneficio de la sociedad

  • El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez -

Es tal la magnitud del daño que está provocando el gobierno de Pedro Sánchez en las estructuras institucionales y en la contextura nacional de España que tendemos ingenuamente a creer que su sola persona es la causa de nuestra desventura.  

Pero no es así. Montesquieu nos enseñó en sus Consideraciones que “si una causa en particular, tal como el resultado accidental de una batalla, ha arruinado a un estado, entonces existió una causa general que fue la que determinó la caída de dicho estado como consecuencia de una sola batalla”.

Si nuestro sistema de convivencia llegase a quebrar durante la actual legislatura, Sánchez no habría sido la verdadera causa de su destrucción y, si este nihilista finalmente no acaba siendo esa última causa particular capaz de determinar el quebranto de España, convendría ir pensando en reformar la causa general que “arrastra tras de sí todos los accidentes particulares” y que  acabará destruyendo, indefectiblemente, la nación y la democracia españolas.

O, ¿acaso cree alguien que Rodríguez Zapatero, si se encontrase gobernando en las circunstancias de Sánchez, no estaría aplicando exactamente las mismas políticas suicidas? Si la gravedad de sus acciones resultó algo menos lesiva fue, simplemente, porque no necesitó forzar más las cuadernas constitucionales, dado que todavía no había llegado el momento en que una causa particular pudiera destruir el Estado español.

Para hallar la causa general debemos arrojar luz sobre un concepto comúnmente confundido. La verdadera eficacia del ordenamiento constitucional no radica en una pomposa declaración de derechos, sino en la prescripción de las instituciones que los garanticen.

Desde hace siglos, nos sobran las advertencias. Aunque mal interpretado por el idealismo, Maquiavelo nos legó un tesoro de incalculable valor. Identificado como el monstruo que desconectó la política de la moral, el florentino se limitó a constatar la natural separación existente entre estos dos ámbitos irreconciliables. Premisa básica que subordina a esta otra: dado que la ambición es consustancial a la condición humana, en la lucha por el poder -no es otra cosa la política- el fin justifica los medios, si se logra.

Quien no haya interiorizado esta lección renacentista, complementada con la idea ilustrada de que la ambición expansionista del poder solo puede ser combatida por otro poder de igual potencia, en realidad desconoce la política, la moral y la propia condición humana.

Con un poder Legislativo verdaderamente representativo de la sociedad civil, y un Poder Judicial realmente independiente, cualquier intento de abuso de poder del Ejecutivo quedaría, o neutralizado por el Parlamento antes de su aplicación, o castigado por los Tribunales

De lo anterior, del idealismo enunciativo o del realismo jurídico, de la agudeza o de la falta de visión política, derivan en las democracias dos sistemas antagónicos. Uno, llamado garantista y, otro, basado en la responsabilidad. De disponer de uno u otro depende la viabilidad futura de todo sistema democrático y, en nuestro caso, también la integridad territorial. Leo diariamente muchos artículos de opinión. Jamás me encuentro con alguno que resalte esta cuestión crucial.

Los sistemas garantistas se fundamentan sobre la desconfianza hacia el poder -mi ensayo de 2017 tiene ese nombre, precisamente, por esa razón-. Conscientes de que es perfectamente posible que quien lo alcance acabe haciendo lo que esté en su mano para preservarlo e incrementarlo, estos sistemas tienen estructurado un entramado jurídico y unos mecanismos institucionales que evitan las desviaciones y abusos del poder. En realidad, no establecen otra cosa que la convergencia del principio liberal de la representación política con el democrático de la separación formal (no solo descriptiva) de poderes. Con un poder Legislativo verdaderamente representativo de la sociedad civil, libre por tanto del yugo de la partidocracia, y un Poder Judicial realmente independiente, cualquier intento de abuso de poder del Ejecutivo quedaría, o bien neutralizado por el Parlamento antes de su aplicación, o bien castigado por los Tribunales, en el caso de haberse cometido. Estos dos pilares de la democracia deben quedar garantizados por la Constitución para que, en palabras de Kelsen, cualquier atentado contra ellos por la “vía de hecho”, sin accionar los mecanismos jurídicos de modificación, no solo constituya un golpe de Estado, sino que, sobre todo, el autor pague por ello.

No existe otro modo de garantizar la libertad política de los ciudadanos. Todo lo demás es pura poesía jurídica.

El régimen político que mejor define a España es una oligarquía de partidos, es decir, una partidocracia. A mi juicio, esta es la fuente de la que brota la mayoría de los males que nos asolan

Por desgracia, el sistema político que arbitró la Transición española, cuyo fruto fue la Constitución del 78, no se encuentra entre los garantistas, sino que pertenece claramente a aquellos que están basados en la responsabilidad del gobernante. Si este es decente y observa las leyes, todo irá bien. Si, por el contrario, su ambición de poder le lleva a violar la Constitución e incluso a destruir el sistema, es perfectamente posible que pueda hacerlo.

Ha pasado el momento de dilucidar si hubo ingenuidad u oportunismo bastardo en el espíritu de las Cortes constituyentes a la hora de confeccionar el entramado jurídico-institucional que dio luz al régimen del 78.

Lo que es evidente es que el sistema político español no garantiza la democracia por varios motivos, pero especialmente por dos:

La separación de poderes no queda asegurada en la Constitución porque la elección del Consejo General del Poder Judicial, máximo órgano de gobierno de la judicatura, se abandona a una ley orgánica que puede ser modificada con una mínima mayoría absoluta. La consecuencia es que cualquier coalición de gobierno puede hacer tambalear la independencia judicial. Esto ocurre desde 1985, pero ahora ha adquirido tintes dramáticos.

En cuanto al Tribunal Constitucional, su composición queda a merced de la clase política, de manera que cualquier facción -así llamaba Madison a los partidos- con una holgada mayoría se puede arrogar la potestad interpretativa de la constitucionalidad de las leyes.

El régimen político que mejor define a España es una oligarquía de partidos, es decir, una partidocracia. A mi juicio, esta es la fuente de la que brota la mayoría de los males que nos asolan. En nuestro país, no es que no haya separación de poderes. Es que ni siquiera hay poderes propiamente dichos, porque a nuestro Parlamento difícilmente se le puede atribuir la condición de poder fundamental del Estado. Para oprobio y desgracia de todos los ciudadanos, esta indigna institución viene cumpliendo desde hace cuarenta y siete años el miserable papel de correa de transmisión de las decisiones que se han tomado en las sedes de los partidos.

Si los diputados aragoneses o valencianos, pongamos por caso,dependieran realmente de sus votantes y no de sus jefes de partido, ¿se atreverían a votar contra el bolsillo de todos los aragoneses y valencianos?

A pesar de que llevamos soportando esta infamia casi medio siglo, para un demócrata convencido de la transcendencia que reviste la libertad política, sigue resultando insoportable contemplar en la sede de la soberanía nacional a 350 lacayos dispuestos a votar cualquier cosa, cuyo fondo técnico e intelectual desconocen, a cambio de un sueldo y unas prebendas muy superiores a lo que su propia capacidad lograría en la sociedad civil. Es precisamente esa mediocridad abonada en las sedes de los partidos políticos lo que ha envilecido la política española.

Sirva un solo ejemplo. Si los diputados, pongamos por caso, aragoneses o valencianos, dependieran realmente de sus votantes y no de sus jefes de partido, ¿se atreverían a votar contra el bolsillo de todos los aragoneses y valencianos, es decir, de aquellos que les votaron para que defendieran sus intereses y que tendrán la oportunidad de renovarles o negarles la confianza en las siguientes elecciones? No habría uno solo que lo hiciera. Y, sin embargo, todavía no ha nacido el que se atreva a votar en contra de lo que le dicte su jefe, que es quien decidirá, y no los votantes aragoneses o valencianos, si le incluye en las listas electorales en las siguientes elecciones. Si no hubiese listas y los votantes pudieran elegir directamente a las personas en las que confían, es matemáticamente seguro que ningún diputado votaría en contra de los intereses de sus votantes. Y no lo haría, no por una cuestión moral, sino por la convergencia de sus intereses y los de sus votantes. Esta joya política fue magníficamente ilustrada por Bernard de Mandeville en su Fábula de las abejas, cuyo subtítulo Vicios privados, beneficios públicos resume el libro y sirvió de base moral e intelectual al liberalismo: la ambición humana, bien canalizada por la ley, aporta grandes beneficios a la sociedad.

Mientras los diputados no dependan de los votantes, ni serán libres, ni serán brillantes, ni actuarán en beneficio de la sociedad. Defenderán, por el contrario, los intereses de sus jefes, los de aquellos que les ponen en las listas y al formar gobiernos logran ejecutar las leyes que ellos mismos han redactado, primer axioma de la tiranía, como también nos enseñó Montesquieu.

Y mientras los jueces no dependan de ellos mismos, sino de la clase política, reverberará en nuestra memoria la fatídica frase de Ruiz-Gallardón aludiendo al “obsceno espectáculo de ver a políticos que nombran a los jueces que pueden juzgar a esos políticos”.

¿Qué diputado, fuera de Cataluña y el País Vasco, habría votado a favor de los chantajes y peajes permanentes a los que estas dos regiones someten al resto, cuando más del 70% de los españoles está en contra?

¿Cómo podemos calificar un régimen en el que una o varias camarillas encaramadas a la jefatura de varios partidos políticos pueden nombrar al Parlamento que les abrirá el paso hacia el Gobierno, desde el cual redactarán las leyes que mandarán al mismo Parlamento aprobar, pudiendo atropellar legalmente los derechos fundamentales y que, además, si violan alguna norma no modificada previamente, les juzgarán aquellos a los que ellos mismos han puesto toga? ¿Es eso una democracia…?

La consecuencia de estas dos carencias es letal de necesidad. Si España cae, mal que nos pese reconocerlo, no la habrá derribado Sánchez Pérez-Castejón. Él habrá sido el verdugo sin capucha que, a cambio de unos años de gloria sin honra, habrá apuntillado un régimen, el del 78, carente de defensas. Pero la verdadera causa de lo que a todas luces habrá sido un suicidio, no un magnicidio, escondida bajo pomposas y armónicas declaraciones de principios, no habrá sido otra que el cúmulo de graves carencias de las que adolece el propio sistema.

Alguien pensará que olvido la cuestión esencial de los nacionalismos y el estrago que estos han causado a nuestra existencia colectiva. No lo hago, porque considero que el daño que el nacionalismo podría infligir a una España con un auténtico sistema democrático, es decir, garantista, no pasaría de la pura anécdota. ¿Qué diputado, fuera de Cataluña y el País Vasco, habría votado a favor de los chantajes y peajes permanentes a los que estas dos regiones someten al resto, cuando más del 70% de los españoles está en contra?

Pasan los años y sigo haciéndome la misma pregunta: ¿cómo es posible que nadie reflexione sobre esta cuestión tan absolutamente crucial?

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