Cuando no está intentando montar a horcajadas un oso pardo o un rocín –da igual, el Photoshop no está legislado-, o retratándose con un cuchillo militar colgado del cinto, o planificando una nueva anexión, Vladimir Putin lee. Sobre su mesa tiene siempre, o eso dice él, algún volumen de Mijaíl Lérmontov, escritor romántico y bardo patrio por excelencia. El presidente se sabe sus poemas. Los recita. Repasa episodios de su biografía y revisita pasajes de El héroe de nuestro tiempo, un clásico de la literatura rusa que Putin levanta como una mancuerna, para fortalecer su amor por la nación. Lo considera un patriota. Un hombre, pues. De esos a los que él le gustaría ser cuando se imagina a sí mismo, con el torso desnudo, a punto de eyectar un misil.
'El héroe de nuestro tiempo' es un clásico de la literatura rusa que Putin levanta como una mancuerna, para fortalecer su amor a la tierra
Conocido como el poeta del Cáucaso, donde fue enviado como oficial para aplacar a los rebeldes en Chechenia en el XIX, Mijaíl Lérmontov hizo carrera como militar zarista. Ingresó muy joven en la academia militar y tuvo no pocos destinos, algunos heroicos y otros algo más complicados, entre ellos dos destierros por su conducta explosiva, muy dada a resolver las cosas a pistoletazos con quien no convenía. Aquellos sucesos –de entre 1838 y 183- dan buena cuenta de su espíritu arrebatado y camorrero. Lérmontov murió en un duelo a los 26 años, exactamente cuatro años después de Pushkin. Un portento de exceso y énfasis que Putin encuentra inspirador.
Influenciado en un comienzo por Pushkin y Byron, Lérmontov desarrolló un estilo propio. Entre la vehemencia y la obcecación. No es de extrañar que Lermóntov sea una experiencia vivificante para Putin. Con ese trasunto biográfico a lo Raskólinkov que tiene el presidente de Rusia, tocado por el aura oscura de los taxistas que acaban como agentes de la KGB, como dice Emmanuel Carrère en Limónov, y luego de haber gaseado sin miramientos a no pocos de sus compatriotas, no esperará usted, razonable lector, que vaya Putin a declararse apasionado de la obra de Mandelshtam o Marina Tsvetáyeva. ¡Qué va!
Con ese trasunto biográfico a lo Raskólinkov que tiene el presidente de Rusia, no esperará usted que vaya Putin a declararse apasionado de la obra de Mandelshtam o Marina Tsvetáyeva. ¡Qué va!
De no haber caído en desagracia por su leninismo en tiempos de Stalin, quizá a Putin le habría gustado Maiakovski. Pero no por su renovación artística, ni siquiera por su inclinación natural a la propaganda o su animadversión burguesa, sino por el talante excesivo, hiperbólico, narcisista y arrogante de Maiakovski, que como todo buen futurista, algo de fascista escondía en su blando corazón, reventado años después de un disparo (vaya filia tienen los poetas rusos con la pólvora). Pero ése claro, es otro asunto. Un ejercicio de especulación, que convendría no subestimar.
En su ideario de nacionalismo paternalista y autoritario, en la biblioteca de Vladimir Putin hay no pocos catecismos. Se le dan bien. Le gustan. Son sencillos y fáciles de usar. Cuando quiere ser lírico y sobreactuar un poco más su patriotismo, cuelga el arpón con el que casa disidentes, perdón, quise decir ballenas, y coge un volumen con la poesía de Lermónov. Va en su línea de nostalgia la Rusia imperial y masculinidad desbordada, una orgía de pólvora y ánimo expansivo. Hombres de verdad, no las mariconadas de hoy, avanzando a cañonazos. En 2012, cuando se celebró Bicentenario de la Batalla de Borodinó contra las tropas napoleónicas, Putin echó mano de su biblioteca sentimental y citó el poema que Lermónov dedicó a este episodio. Lo hizo para callar la boca de los “nacional-traidores" que hasta entonces habían criticado la política exterior del Kremlin por sus intervenciones en Ucrania o Siria. Nenazas demócratas, le faltó decir. ¡Habrase visto! ¿Derechos humanos, democracia, elecciones, ONG’s? ¡Oh, pueblos los de antes!, dirá Putin pensando en el díscolo Lermónov.
No sería de extrañar que tras leer una a una sus páginas, las rasgara y las masticara como si de huesos de pollo se tratara, para alimentar con ellas su misticismo ruso
Putin lee con el cañón de su fusil de asalto, atraído por el eco de los disparos que lanza al aire cuando encuentra un verso o una oración que le den la razón. De Lermónov adora Putin su valentía, su patriotismo y su disidencia. ¿Qué? Sí, eso, su disidencia y temperamento propenso a la exageración. “Fue muy crítico con los zares”, suele decir Vladimir Putin para enmarcar con más mimo el retrato orlado de su poeta nacional. Resulta curioso que un presidente que defenestra a su único candidato opositor en unas elecciones presidenciales, que encarcela y destierra a quienes intentaron llevarle la contraria y que va camino de convertir su Putinato en un imperio zarista encuentre algún atributo en un ser como Lermónov, alguien a su manea castigado por la derrota y el infortunio. A Putin, ya sabe lector, no le gusta perder.
A Putin no le van las cosas pequeñas, las leyes por ejemplo. No gozan de belleza. Con ellas no se hacen las cosas importantes. Él que anda buscando siempre padres qué defenestrar y una Rusia patria como Dios manda, no puede conformarse con la obra de otros. Tiene que hacer la suya propia. Seguro barrunta algunos versos, calladito y puliendo su fusil con la mirada, mientras repasa sus lecturas Ivan Ilyn o Nikolási Berdiavev. No sería de extrañar que tras leer una a una sus páginas, las rasgara y se las llevara a la boca, masticándola como si de huesos de pollo se tratara, para alimentar con ellas su misticismo ruso. ¡Una nueva corriente superior al realismo! ¿Quién va a impedírselo? ¿El tiempo? Ni lo sueñe lector. Si para 2024 no contrae una pulmonía a causa de la ventisca de su propio despotismo, Putin llegará a ocupar casi tanto tiempo en el poder como Stalin. De aquí a allá, de seguro, habrá escrito su propio volumen de obras completas. Entonces Lérmontov no le parecerá ya tan bueno. Con él mismo, será más que suficiente.