Opinión

Octubre, cinco años después

Un CV con apellidos castellanos tiene, para los empleadores catalanes, parecidas probabilidades acabar en la papelera que uno a nombre de un asiático, de un europeo del Este o un magrebí

Me siento a escribir sobre Cataluña cinco años después, otro 1 de octubre festivo y soleado, pero bien distinto. Aquel domingo nos desayunamos con las primeras noticias preocupantes, y a la hora del aperitivo ya tenía un correo en tono apocalíptico de un amigo desde una universidad americana. Llevábamos semanas confiados a la robusta inacción rajoyano-sorayista, y en todas las conversaciones alguien nos aseguraban que no pasaría nada, que no habría urnas, que todo estaba bajo control, que son cosas de la vida, que algún día lo olvidaríamos los dos…

Pero a la hora del aperitivo, perdón por la madrileña frivolidad, ya estaba claro que alguien la había cagado, o que se había dado una gran cagada colectiva. Al final hubo urnas y hubo palos, y la sensación de que todo se había ido de madre. Si desde Madrid el espectáculo era preocupante, entre nuestras clases educadas en el extranjero adquiría tintes de guerra civil. Mi amigo escribía seriamente preocupado sobre lo que podría suceder en los días siguientes, si caería el gobierno, si España se convertiría en un paria internacional, si habría declaraciones de condena o de reconocimiento de la nueva polity catalana… Y no las hubo -en parte porque en el grupo liberal europeo acaba de entrar cierto partido que impidió que la natural frivolidad de algunos personajes se desbordase-, y los cientos de miles de heridos fueron otra astracanada más de la maquinaria de propaganda del procesismo, pero el gobierno Rajoy empezó a morir aquel día.

La polémica veraniega sobre la neutralidad científica de los politólogos procesistas me resultó una broma de dudoso gusto; aunque en realidad sólo refuerza mi postura sobre las ciencias sociales

Pero mi amigo estaba muy preocupado, de verdad, al borde de una crisis de ansiedad. Y era normal. Desde fuera los palos resultaban antiestéticos, y estamos hablando del ambiente de una facultad de ciencias sociales norteamericana. Tampoco sería casual, claro, que su supervisor fuese un profesor español, y un representante notorio de la corriente de propaganda blanda del procesismo; los compañeros de viaje que, si alguna rara vez señalaban el carácter excluyente y antidemocrático del independentismo -en realidad no lo hacían, pero bueno-, dedicaban la mayor parte de sus esfuerzos a denunciar la España del 78, o más bien la gobernada por el PP, como un estado semi-fallido y una cárcel de voluntades populares. Como yo he vivido estos años en España, y como conozco estos ambientes, la polémica veraniega sobre la neutralidad científica de los politólogos procesistas me resultó una broma de dudoso gusto; aunque en realidad sólo refuerza mi postura sobre las ciencias sociales en general, parecida a la que tenía Jünger sobre los médicos: hay que leer lo que se publica y no escuchar casi nunca a quienes las practican.

Pero no quiero frivolizar, así que voy a romper una lanza por el valor social de los trabajos académicos. Por ejemplo, la semana pasada conocimos un trabajo muy interesante de Matthew Creighton y Mariña Fernández Reino sobre discriminación laboral en Cataluña. Usando una metodología similar a la que suele emplearse en EEUU para analizar el desempeño de las minorías, los autores afirman que “existe una clara ventaja en el mercado laboral para los solicitantes de ascendencia catalana que no es compartida por los candidatos de ascendencia española o candidatos de minorías étnicas al solicitar puestos de trabajo.” Dicho en román paladino, que un CV con apellidos castellanos tiene, para los empleadores catalanes, parecidas probabilidades acabar en la papelera que uno a nombre de un asiático, de un europeo del Este o un magrebí.

Los pobres están fuera de los círculos de poder en casi todas partes; pero en pocas se producen divisorias etnolingüísticas tan evidentes entre ciudadanos de un mismo estado

No es el primer estudio interesante sobre apellidos en Cataluña, y hay de hecho una pequeña tradición ya. Por ejemplo, el de Güell y Rodríguez-Mora, que muestra la abrumadora sobrerrepresentación de apellidos catalanes en las instituciones y los ámbitos de poder respecto a la población general, y la brecha social existente entre poblaciones de uno y otro origen. Obviamente, les ahorro la réplica, los pobres están fuera de los círculos de poder en casi todas partes; pero en pocas se producen divisorias etnolingüísticas tan evidentes entre ciudadanos de un mismo estado. Y en pocas el “progresismo” se inhibe de una manera tan obscena de comentar las realidades incómodas.

Porque previsiblemente el paper de Creighton y Fernández Reino pasará al mismo limbo que los demás: por lo que sea, de este tema no toca hablar casi nunca, y ni siquiera los cruzados del igualitarismo radical y el desmontaje de la meritocracia tienen demasiado interés en malquistarse con las estructuras de poder realmente existentes en nuestro estado autonómico. Es, con todo, un recordatorio de qué hablamos cuando decimos que Cataluña está pacificada respecto a hace cinco años, y en qué consiste esa “normalidad” que se nos vende a bombo y platillo.

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