Uno puede acostumbrarse a ver hombres armados en el noticiero, pero hacerlo literalmente -es decir, verlos paseándose por el plató mismo de los informativos- tiende a resultar algo más sorprendente. Eso mismo ocurrió este enero, cuando Ecuador recibió el nuevo año con una explosión de violencia inusitada, cortesía de las bandas del narco local. Alertas de bomba, policías baleados, guardias tomados como rehenes, insurrecciones en los penales, saqueos en hospitales, secuestros de estudiantes en plena universidad...
Este frenesí, que dejaba una decena de muertos, no hacía más que coronar un lustro de narco-violencia cada vez más desatada, con cadáveres colgando de puentes y demás imágenes que recordaban a las portadas que dejara en su día el narcotráfico colombiano y mexicano. El hecho en sí era paradójico: hacía apenas diez años, Ecuador era conocida como "una isla de paz" en una región por lo demás turbulenta. ¿Qué había podido ocurrir para que esta nación de ánimo sosegado se lanzara de cabeza al maelstrom de los desórdenes homicidas?
La larga sombra de las FARC
Si Colombia y Perú fueran las tapas de un suculento sándwich, la pequeña Ecuador sería el jamón que queda en medio. Este no era un dato menor, dado que Colombia y Perú eran los mayores productores de cocaína del mundo. Ecuador, por su parte, cumplía meramente el rol de lugar de tránsito. En otras palabras, la droga atravesaba el país, rumbo al norte del continente, donde acabaría su largo periplo en un breve torbellino que la impeliera a través de un billete enrollado hacia las profundidades nasales del crápula de turno.
Como país de tránsito que era, Ecuador no sufría de violencia de bandas ni de otros problemas típicos de la producción o distribución de cocaína. Entre otras cosas, porque todo el proceso estaba controlado por las FARC; las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, una guerrilla marxista nacida en el año 58 que se involucró en el narcotráfico a comienzos de los noventa, mezclando la épica de los uniformes de camuflaje y los pasamontañas tricolores con la realidad algo más mundana de los laboratorios de coca ocultos bajo el manto esmeralda de la jungla. Las FARC controlaban el paso de la droga por Ecuador desde los años noventa sin sufrir competencia alguna, ni tampoco grandes choques con el Estado ecuatoriano. Aquel era un business tranquilo.
Las convulsiones se iniciaron cuando las FARC pactaron su desmovilización en el 2016. Las bandas ecuatorianas, que hasta entonces trabajaban para las FARC -fundamentalmente, los Choneros y los Lobos, las mayores del país-, comenzaron a entretener la idea de convertirse en los nuevos amos del cotarro. Particularmente cuando ocurrió algo, durante esos mismos años, que provocó que Ecuador dejara de ser un simple país de tránsito.
El flujo de drogas había hecho que una parte de los policías, jueces y políticos locales estuvieran ya comprados por el narco. En otras palabras, el Estado estaba muy mal preparado
Y es que la demanda de cocaína cambió de rumbo. Literalmente. Por un lado, la demanda descendió en Estados Unidos; por el otro, aumentó en Europa. Y esto significaba que los grandes puertos -como los que tenía Ecuador- se convertían así en una pieza clave, dado que el narco no iba a enviar la coca hasta Francia en avionetas como hacía en EEUU, sino que ahora necesitaba barcos mercantes, con la droga oculta entre bananos o cacao dentro de los grandes contenedores industriales, o directamente disimulada bajo un suelo falso.
De la noche a la mañana, los puertos ecuatorianos se convirtieron en una plaza muy jugosa para el narco; particularmente el de Guayaquil, que con su maquinaria y grúas monstruosas que recordaban a las piezas de un inmenso mecano rojizo, era considerado el mayor puerto del país. El momento, además, era oportuno; porque el Estado estaba notablemente desentrenado para enfrentarse a aquella amenaza incipiente.
Habiendo sido un país de tránsito para la droga hasta entonces, y habiendo estado el negocio controlado sin mayores problemas por las FARC, las fuerzas de seguridad no estaban preparadas para enfrentarse a una guerra de bandas. Asimismo, el flujo de drogas había hecho que una parte de los policías, jueces y políticos locales estuvieran ya comprados por el narco. En otras palabras, el Estado estaba muy mal preparado, e infiltrado por los topos de su enemigo. Para más inri, el presidente Lenín Moreno se había embarcado a partir de 2017 en un doloroso programa de recortes que debilitó aún más al aparato de seguridad: para finales de la década, muchos policías carecían de chalecos antibalas, y muchos puertos de equipos de radar adecuados. No eran pocas las prisiones donde no había siquiera detectores de metales.
Las prisiones como bases del narco
Esto último era particularmente importante porque uno de los puntos más débiles del Estado -de forma paradójica- eran las prisiones. Hacía ya algunos años, el izquierdista Rafael Correa había gobernado el país del 2007 al 2017. Este era un izquierdista de carácter algo personalista y grandilocuente, que no obstante había sabido revertir sobre la población civil los beneficios que dio el boom petrolífero de la época. Y entre sus logros se contaba el haber hecho descender la tasa de homicidios. Las razones para ello eran dos. La primera fue que las políticas sociales sacaron a millones de personas de la miseria y la propensión al crimen. La segunda fue que el presidente aplicó mano dura con la delincuencia, llenando las cárceles con camellos de poca monta y manteniendo a los acusados entre rejas hasta que llegara el momento de juzgarlos.
Esto tuvo el efecto indeseado de llenar las cárceles de personas necesitadas -muchas familias, de hecho, dejaban de ayudarlas al saber de su conexión con las drogas- y pronto hubieron de someterse a los designios del capo encarcelado de turno. Habían de pagar para poder dormir en una cama o incluso acceder a las llaves de su propia celda; cuando no lo hacían para evitar ser apaleadas de forma inmisericorde. La población carcelaria pasó de 11.000 en 2009 a 40.000 en 2021 y las prisiones se convirtieron en colmenas masificadas y obedientes, el nuevo centro de poder desde el que los capos dirigían el narcotráfico sin problema alguno. Adolfo Macías, jefe de Los Choneros (la principal banda de Ecuador), no sólo disfrutaba de un móvil y conexión a internet, sino que poseía armas, tenía un baño decorado con azulejos, organizaba fiestas y peleas de gallos e incluso había aparecido en el videoclip de un narco-corrido en el que se decía que era "el capo de los capos" y "una muy buena persona."
La violencia como tal comenzó cuando las FARC se retiraron de la escena. Como no podía ser de otra manera, fue en las cárceles donde empezaron a brillar las primeras navajas. Sangrientos motines, a partir del 2019, coordinados para estallar en varias prisiones a la vez, donde una facción buscaba eliminar a la contraria dentro del penal en batallas que recordaban al medievo, peleadas con puñales caseros pero donde no faltaban las pistolas, las escopetas e incluso las granadas; toda una demostración del poder que amasaban las bandas aun estado enjauladas. En 2021, estas masacres carcelarias dejaron más de doscientos muertos en cuestión de meses. Los cuerpos, apuñalados y decapitados, eran grabados para luego aparecer en redes sociales, todo un tributo a los usos y costumbres del siglo XXI; así como una advertencia a navegantes.
Se rompe la gran alianza
La situación se enturbió aún más a partir de diciembre del 2020. Jose Luis Zambrano alias "Rasquiña", que era por aquel entonces jefe de Los Choneros, fue acribillado a tiros cuando comía en un centro comercial. Hasta entonces, los Choneros habían mantenido una tregua algo trémula con la segunda banda del país, Los Lobos, pero los sucesores de "Rasquiña" no lograron mantenerla. Los Lobos, los Tiguerones, los Chone-Killers, los Lagartos... Los grupos de narcotraficantes rompieron con los Choneros al tiempo que alimentaban sus propias ínfulas. Hubo también algún que otro intento de reagrupación: Leandro Norero, líder de los Chone-Killers, trató de unificar a varias bandas rivales (desde prisión, como era de esperar) pero sus esfuerzos se vieron interrumpidos por una de aquellas célebres masacres carcelarias, que lo envió al paraíso de forma algo prematura. La lucha se eternizaba y encarnizaba.
Fue así como aparecieron, ahora ya en las calles, los cuerpos decapitados y colgados, y demás souvenirs que recordaban a la guerra de los cárteles colombianos o mexicanos. Fiscales, periodistas y activistas eran silenciados de la noche a la mañana. A pesar de ser declarados varios estados de emergencia y de la presencia del ejército en escuelas y negocios, la extorsión se generalizaba y los más jóvenes eran reclutados a la fuerza por el índice imperioso de la banda de turno.
Pero no sólo figuraban actores autóctonos sobre las tablas de aquel teatro ensangrentado. La salida de las FARC y el cambio en la demanda habían atraído a moscones foráneos, deseosos también de polinizar aquel país tan productivo. El Cartel de Sinaloa, el más poderoso de México, era aliado de Los Choneros, y su enemigo mortal, el Cartel Jalisco Nueva Generación, tenía conexiones con Los Lobos. A este elenco extranjero se sumaban los ex-guerrilleros de las FARC que preferían no renunciar al dulce néctar del narcotráfico, las bandas venezolanas e incluso un grupo de criminales balcánicos conocidos por las autoridades como "la mafia albanesa."
Operación Metástasis
El reguero de sangre llegaría a colarse por la rendija de la urna electoral. En 2023 se convocaron elecciones presidenciales. Fernando Villavicencio, uno de los candidatos menores -y un hombre que se dedicaba en cuerpo y alma a denunciar el narcotráfico y a sus aliados dentro del Estado- recibió doce tiros cuando se preparaba para abandonar un mitin en olor de multitudes. Era el tercer político en morir en tan solo un mes. Los siete sicarios colombianos responsables del crimen no tardaron en ser silenciados a su vez cuando ingresaron en las prisiones dominadas por el narco.
Los comicios prosiguieron, aun así, y de ellos saldría elegido Daniel Noboa, hijo de un magnate del banano y hombre de ideas centroderechistas. Una de sus principales promesas, como cabe suponer, fue la de plantar cara al narco. Este propósito se acentuó cuando la irreductible Fiscal General de Ecuador, Diana Salazar, inició una macro-causa de nombre más bien acertado: Operación Metástasis. Las profundas conexiones entre el narco y los sectores corruptos del Estado fueron destapadas. Noboa, recién llegado al poder, quiso ponerse a la cabeza de la ofensiva y decidió, entre otras medidas, el traslado de los principales capos del narco a la prisión de máxima seguridad de La Roca, en Guayaquil, lejos del poder y los privilegios de los que gozaban en sus celdas.
Esta fue la gota que colmó el vaso; uno cuyos contenidos pronto iban a tornarse rojizos. Porque aquel traslado no sólo significaba la pérdida del poder de los narcos en sus taifas carcelarias, significaba también que iban a perder la protección de sus leales matones y, en suma, que ahora podrían ser asesinados. La noticia llegó a los oídos del narco gracias a sus contactos en el gobierno, y la reacción no se hizo esperar. El mismo día de su traslado, el 7 de enero, el jefe de Los Choneros, Adolfo Macías, se fugó de forma limpia. Dos días después, lo hizo Fabricio Colón, capo de Los Lobos.
¿Puede un gobierno imponerse a dos docenas de bandas que disponen aproximadamente de 20.000 milicianos en total? Muchos analistas muestran sus dudas
Noboa reaccionó pegando un puñetazo sobre la mesa. Declaró el estado de emergencia y envió a los militares a las prisiones. El narco respondió pegando su propio puñetazo; y lo hizo sobre la mandíbula misma del Estado. El mismo día 9 se registró una ristra de ataques donde se tomó a cientos de personas como rehenes en las prisiones y se saquearon y asaltaron hospitales y universidades. La guerra estaba servida. Los convoyes gris oscuro del ejército desfilaron por las calles. El servicio de autobuses se suspendió en Guayaquil: los ciudadanos saltaban en la parte trasera de las camionetas de sus vecinos para desplazarse de un lugar a otro, cuidándose siempre de esquivar las balas que silbaban por según qué calles.
¿Puede un gobierno imponerse a dos docenas de bandas que disponen aproximadamente de 20.000 milicianos en total? Muchos analistas muestran sus dudas, recordando la guerra interminable de Colombia y la derrota sin paliativos del Estado en México; por no hablar del coste civil de aquellas operaciones. Sin embargo, la operación ecuatoriana no parece haberse enquistado y es innegable que el número de víctimas ha sido mínimo en el momento de escribir estas líneas. Las señales son esperanzadoras: casi doscientos guardias tomados como rehenes han sido puestos en libertad.
El combate contra el tráfico de drogas es asunto diferente -uno que sí tiene visos de eternizarse-, pero parece evidente que, por primera vez, el Estado ecuatoriano ha dejado de ser un espectador pasivo para abandonar las gradas y saltar al ruedo con brío. El resultado de este cambio de mentalidad podrá sentirse en los meses venideros, cuando los medios se hayan olvidado ya de la que fuera, en su día, la más discreta de las naciones andinas.
costilladeadan
Gracias por este artículo tan detallado, que ayuda a poner luz sobre lo que ha pasado en Ecuador durante las últimas semanas.
vallecas
Ni Ecuador ni nadie puede hacer nada contra el tráfico de drogas. Se estima que en USA el "negocio" genera entre 5 y 8 mil millones A LA SEMANA .El 20 % de la población se droga periódicamente. En Europa es algo menos, pero parecido. 10 mil millones semanales es una barbaridad de dinero. En el Mundo se vende más droga que teléfonos móviles y con muchísimo más margen de beneficios. Como es imposible destruir ese negocio (con tantos consumidores) habría que intentar al menos, "canalizarlo". Deberíamos preguntar a los Japoneses como lo hacen. Aunque de poco serviría, Nosotros somos Occidente, nosotros somos mejores. Hay algún torpe de defiende que la legalización frenaría el tráfico. Sería todo lo contrario, mas consumo, mas problemas más trafico (solo castigado como delito fiscal)
Sin_Perdon
Feijoo va a buscar la abstención del PSOE, ya lo intentó Rajoy cuando Sánchez salió con el "No es No". El mismo PSOE que tres años más tardes le montó una moción de censura con todos los enemigos de España. Que Feijoo desprecie de esta manera a un partido al que, como él mismo admite, votan muchos de sus antiguos votantes solo tiene un nombre: TRAIDOR.