Muchos de ustedes habrán visto el vídeo del asalto al Ayuntamiento de Lorca. Seguramente habrán pensado lo mismo que yo: esto ya lo he visto antes pero en plan Jólivud, con más medios, más cámaras, más atrezzo y decorados más caros. Exactamente. Esto de Lorca ha sido la reproducción, a escala rural y pardala, del ataque al Capitolio de Washington, que se produjo el día de Reyes del año pasado.
Hay muchas cosas que se parecen. En ambos casos, en el edificio se iba a tomar una decisión importante; la ratificación de Joe Biden como presidente en el lance norteamericano, un acuerdo municipal sobre granjas de cerdos en el de Murcia. En ambos casos, la irrupción de una turba impidió que se celebrase el acto. Tanto en Washington como en Lorca, la policía se vio desbordada, empujada, golpeada y superada por el gentío que entraba en tromba. El asalto al Capitolio hizo famoso a un homínido que iba disfrazado de bisonte, el pecho al aire y con la cara pintarrajeada. El de Lorca ha hecho efímeramente famoso a un tipo grande como un toro, con el pelo cortado a lo indio, vestido con ropa de camuflaje y que atiende (esperen que lo miro, que no me acuerdo) por Giner, Pedro Giner. El grito de guerra de los asaltantes americanos era “Trump es nuestro presidente”. Los murcianos tenían dos. Uno era un explícito “Os vamos a matar, gandules”, y el otro, mucho más popular y belenestebaniense, era el “Hala pa’entro”.
Pero hay más semejanzas, y más interesantes. Aparte de llamar “gandules” a los concejales (es un epíteto que usa ya muy poca gente y yo creo que nadie menor de 40 años), los paisanos que protagonizaron la embestida de Lorca lo hicieron convencidos de no había otro modo de impedir que en el Ayuntamiento se cometiese una traición, una ilegalidad, una cacicada que podía arruinarles; y, esto sobre todo, estaban persuadidos de que tenían razón. En Washington ocurrió más o menos lo mismo: los asaltantes entraron a la fuerza para impedir que se consolidase lo que, según ellos, era un fraude electoral. Y también estaban inflamados por la convicción de que tenían razón.
La chusma de Washington estaba formada por gentes de toda edad, origen y condición, y nada tenían que ver unos con otros salvo su fanatismo y su creencia de que tenían razón
Quiero decir con esto que ni los asaltantes del Capitolio ni los del Ayuntamiento de Lorca eran, en todos los casos, una manada de bestias provocadoras y fanáticas, decididas a pegar fuego a todo lo que pillasen. La chusma de Washington estaba formada por gentes de toda edad, origen y condición, y nada tenían que ver unos con otros salvo su fanatismo y su creencia –repito esto porque es lo más importante– de que tenían razón, de que iban a evitar una tropelía urdida por… todos los demás, salvo ellos. Decían que con el asalto estaban “defendiendo la democracia”. En Lorca pasó algo parecido: parte de los asaltantes eran ganaderos de porcino y entraron allí a la fuerza para impedir a todo trance que “los políticos” traicionasen un acuerdo firmado hace dos años y les arruinasen la vida.
Las dos cosas eran falsas. En EE UU no hubo fraude electoral de ninguna clase, como se encargaron de demostrar todos los jueces, tribunales e instituciones que intervinieron en el asunto. Pero eso los asaltantes no lo sabían… o no lo querían creer. En Lorca, según aseguran otros ganaderos, no se iba a traicionar el acuerdo firmado en 2020 sino todo lo contrario: se iba a ratificar, adaptándolo a la normativa autonómica, nacional y europea. Pero eso los asaltantes tampoco lo sabían. O no lo entendían. Eso dijeron ellos mismos después, aunque no todos. Que les habían calentado la cabeza. Que les habían engañado. Que había “gente de los partidos” que les había contado cosas muy raras y que les azuzaron para asaltar el Ayuntamiento.
Ha acabado por admitir (porque al principio decía lo contrario) que los asaltantes, con él al frente, no sabían lo que hacían, ni lo que pasaba, ni nada. Que no tenían información
En el asalto de Washington había personas a las que no hay más remedio que suponer cierta buena fe o cierta espeluznante inocencia, pero también había gente (mucha gente) perfectamente organizada de la extrema derecha, como el patético Jacob Chansley, “el bisonte de Qanon”, los neofascistas estadounidenses. En el tumulto de Lorca participaron ganaderos, desde luego, pero no solo ganaderos. El bulldozer humano que rompió la barrera de la policía, con su chupa de guerrillero y su pelo mohicano, este Giner que digo, se dedica a fabricar quesos. Dicen que muy buenos, por cierto. Pero quesos. No tiene nada que ver con la ganadería porcina. Otros, los más airados, sí eran ganaderos… pero de cabras. Este Giner, por cierto, se ha deshecho en disculpas, ha pedido perdón y ha acabado por admitir (porque al principio decía lo contrario) que los asaltantes, con él al frente, no sabían lo que hacían, ni lo que pasaba, ni nada. Que no tenían información. Que les habían provocado para que la liasen.
¿Quién? ¿Quién calentó a la gente y provocó los asaltos? En el caso del Capitolio no hay ninguna duda: fue el propio Donald Trump, auxiliado por sus habituales colaboradores de los grupos civiles armados y los medios de comunicación de extrema derecha. Él fue quien mintió.
El en caso de Lorca el asunto no es tan sencillo, a pesar de que hay varios detenidos. El Partido Popular ha condenado firme e inequívocamente el asalto al Consistorio, a pesar de que algunos de sus militantes participaron en la algarada “a título personal”, dicen en el PP, como si a una manifestación se pudiese ir en representación de otros: la vieja frase infantil de “por mí y por todos mis compañeros”.
La justificación de las acciones violentas por la “desesperación” de los propios agresores es una de las señas de identidad más viejas del fascismo. Desde hace cien años
Pero Vox no ha hecho eso. La extrema derecha ha venido a decir que claro, que con la “desesperación” que sufren los ganaderos ante los ataques de la “izquierda violenta” (¡!), pues cómo no iban a asaltar aquellos caballeros el Ayuntamiento. Que hay que comprenderles.
La justificación de las acciones violentas por la “desesperación” de los propios agresores es una de las señas de identidad más viejas del fascismo. Desde hace cien años. Es el argumento de todos los matones, desde los machistas (“es que me obligas a que te trate así, la culpa es tuya”) hasta quienes queman las calles y siembran el caos, y hacen responsable al Estado opresor e invasor, que no les deja más salida “democrática” que esa.
Pero parte de nuestra sociedad, como hace cien años, parece cansada de normalidad, del aburrimiento y la rutina consustanciales a la democracia, como decía Churchill. Y no son pocos quienes empiezan a justificar acciones violentas, agresiones, algaradas destinadas a tomar la justicia por otra mano diferente a la que indica la ley. Emociones fuertes, vamos, siempre rodeadas de cánticos y banderas tremolantes. La causa inmediata es el descrédito, en muchos casos más que merecido, de buena parte de los políticos, descrédito que inevitablemente afecta a toda la clase política. Por extensión, los “gandules” de Lorca, a quienes algunos querían matar. O eso decían los asaltantes.
Desgraciada, desgraciadísimamente, ya sabemos cómo acaba todo eso. Lo hemos visto más veces. De nosotros, de cada uno de nosotros depende que no lo volvamos a ver. Pero yo, lo siento, soy pesimista.