El viernes se publicó una encuesta del Gabinete de Prospección Sociológica del Gobierno vasco sobre la estimación de voto en las elecciones autonómicas. Los datos no cambian demasiado respecto a las últimas elecciones, que fueron hace poco más de un año, pero sí hay variaciones interesantes. La primera es que EH Bildu, PSE y Podemos sumarían 38 escaños; más de la mitad de los 75 del parlamento. La segunda es que EH Bildu sumaría dos escaños más a los 21 que ya obtuvieron en 2020. Los profetas del “rechazo frontal de la sociedad” imagino que se debatirán entre el “cómo ha podido pasar” y el “Bildu no tiene nada que ver con Sortu”. El discurso falsamente preocupado ante el crecimiento de los Otegi Men (and Women) es una de las cosas que no cambian, pero hay en la encuesta otra constante mucho más interesante: no los 38 escaños de un posible tripartito, sino los 69 escaños de la hegemonía nacionalista.
Esos 69 escaños representan la lectura más pesimista de la encuesta. Y esto es así porque para esta suma no es necesario especular sobre posibles alianzas, sino que muestra una alianza que ya funciona -escaño arriba o abajo-, independientemente de quién ocupe Ajuria Enea: en las próximas semanas el Gobierno vasco negociará con Bildu el nuevo estatus autonómico y el refuerzo del euskera como lengua vehicular en la enseñanza. Nada esencial cambiaría con el Gobierno de Otegi. Nada, salvo el hecho definitivo de tener a un terrorista condenado como presidente de todos los vascos.
Cuando pensamos en las cordiales relaciones entre el PSOE y Otegi solemos acordarnos de la foto de Idoia Mendia sonriente, brindando y cocinando junto al secuestrador de Luis Abaitua
¿Sería posible un gobierno de EH Bildu con el apoyo del PSE? Claro que sería posible. Pero lo realmente grave no es la posibilidad de ese gobierno, sino su coherencia. Hacemos demasiado caso a las encuestas y muy poco a los manifiestos, que es donde se muestran las ideas y los principios. Las encuestas permiten hablar de alianzas posibles, del mismo modo que el pan duro permite ocupar el tiempo dando de comer a los patos. Los manifiestos, en cambio, son enunciados performativos. Son palabras, pero sobre todo son hechos. El 21 de noviembre, un día antes de que se votase la moción de censura contra el Gobierno, el PSOE puso su firma en un Manifiesto en favor de la democracia junto a la gran mayoría de los partidos del Congreso; también estaba, claro, la firma de EH Bildu. Cuando pensamos en las cordiales relaciones entre el PSOE y Otegi solemos acordarnos de la foto de Idoia Mendia sonriente, brindando y cocinando junto al secuestrador de Luis Abaitua, por aquello de que una imagen vale más que mil tuits. Pero esa imagen, aunque extremadamente desagradable -siempre es desagradable juntar el terrorismo con el pan y el pescado-, es mucho menos relevante que la unión del PSOE y Bildu en un manifiesto para definir la democracia. La foto exhibe sentimientos, mientras que el manifiesto muestra definiciones, principios y valores compartidos; y precisamente de ahí sale la coherencia.
¿Un castigo de los votantes?
Una respuesta habitual al otro lado del Pecos consiste en reírse del futuro del PNV. Esta burla olvida que ya hubo en el País Vasco un Gobierno sin el PNV, el de Patxi López, que sirvió para evidenciar la inmutabilidad de la hegemonía nacionalista. Preservaron el tótem de la comunidad, el euskera como lengua vehicular en la educación; al fin y al cabo, Isabel Celaá era consejera de Educación. También formaba parte del Ejecutivo Gemma Zabaleta, consejera de Empleo y Asuntos Sociales que en 2019 apoyó la candidatura de Jone Goirizelaia a la alcaldía de Bilbao y en 2020 firmó un artículo junto a Javier Madrazo y Daniel Arranz en el que se pedía la unificación de la izquierda vasca en un bloque; el artículo se publicó en Gara, y lo que se pedía era la unidad con Bildu. En 2009 PSE y PP habían sumado 38 escaños, los mismos que ahora sumarían Bildu, Podemos y PSE. En las siguientes autonómicas, las dos formaciones se dejaron 12 escaños. Sólo el PSE perdió 9. ¿Fue un castigo de sus votantes a la inacción porque se esperaba más valentía en el desmontaje del entramado nacionalista, o más bien fue un castigo al pacto antinatural entre un partido de izquierdas y uno de los partidos sobrantes?
Lo único que sabemos es que la gran mayoría está hoy mucho más cerca de la ansiada normalización social. PP, Ciudadanos y Vox, partidos que no firmaron el Manifiesto en favor de la democracia, perderían hoy un escaño de los seis que obtuvieron en 2020. La construcción nacional va de la mano con la construcción democrática, y la construcción democrática consiste en dar jarabe de palo a quienes ponen en peligro la normalidad social, tanto en el País Vasco como en Cataluña; los chavales de S’ha Acabat lo han vuelto a comprobar hace unos días en el espacio selectivamente seguro de la universidad.
Los tres partidos sobrantes insisten en que tienen muchas diferencias, pero hay algo que los une por encima de la incomodidad: son partidos repudiados por las fuerzas democráticas. Por Bildu, por ERC, por Junts, por el PNV… y también, claro, por el PSOE. En regiones como el País Vasco o Cataluña, en las que la violencia “de baja intensidad” se puede producir de manera sistemática sin que nada estalle, es especialmente importante ser consciente del lugar que te han asignado los que reparten carnets de demócrata y palos. Porque es muy poco probable que un chaval quiera salir a defender principios y a jugarse el tipo después de leer una encuesta. Si no se expresan definiciones, principios y valores compartidos, enfrentados a los manifiestos en favor de la democracia de Bildu, Podemos y el PSOE, es muy probable que en 2024 la normalización social de las brigadas de desinfección antifascista ya se haya culminado. Y Otegi podrá ser al fin lendakari.