Desde el 26 de agosto de 2017, nada es casualidad. Hay un episodio -ocurrido en un domicilio particular- sobre el que se asienta la actual alianza trabada por el vicepresidente segundo con los enemigos más activos que tiene la Constitución de 1978 a sus 42 años. La noche de aquel sábado quedaba el regusto amargo de una manifestación contra el terrorismo que se convirtió en una encerrona al Rey y al Gobierno de España allí presentes. Nueve días antes, una masacre en el centro de Barcelona- cuyo proceso judicial va camino de quedar visto para sentencia en la Audiencia Nacional- sobrecogía al país entero. La conmoción dio paso a la indignación y después a una muestra de solidaridad nacional, aunque la presencia testimonial del presidente del Gobierno, recluido en la Delegación gubernamental en Barcelona, horas después de los ataques, demostraba que el Estado se limita a guardar la ausencia en Cataluña.
Rajoy se trasladó de inmediato aquel 17 de agosto desde Galicia, pero no para hacerse cargo de la crisis, sino para estar informado, desde cerca. No hay un solo país del mundo en el que un gobierno regional mantenga el control de la investigación de semejante catástrofe. No es viable ni en Estados Unidos ni en Alemania donde las autoridades federales toman el control, en el uso de sus competencias, al segundo siguiente de producirse el hecho. España empieza a ser un hecho aislado, las sentencias del Tribunal Constitucional, que no la Constitución -léase a Santiago Muñoz Machado (Informe sobre España. Crítica, 2012 y Cataluña y las demás Españas, Crítica, 2014)-, han partido la soberanía hasta un punto de muy difícil retorno. No es retórica.
En un domicilio de Barcelona se celebraba una cena promovida por el magnate de la comunicación, Jaume Roures, a la que asistieron el entonces vicepresidente de la Generalitat de Cataluña, Oriol Junqueras, y el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias
Nueve días después de la matanza, y como se ha recordado líneas arriba, Rajoy regresó a Barcelona para ser sometido, junto al Rey, a un acoso intolerable durante la manifestación de repulsa por el atentado. La agresividad de una parte de los asistentes resultó ser un entremés de los sucesos de septiembre y octubre, aquella “ensoñación” (Marchena), un golpe al Estado, que acabó en sedición agravada con malversación de caudales públicos. Mientras el Rey y el Gobierno regresaban a Madrid perplejos por lo vivido y aguantado, en un domicilio de Barcelona se celebraba una cena promovida por el magnate de la comunicación Jaume Roures a la que asistieron el entonces vicepresidente de la Generalitat de Cataluña, Oriol Junqueras, y el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias.
Iglesias, como tantos otros políticos que se definen de izquierdas, está prendado por el encantamiento que el nacionalismo -reaccionario y antiliberal por definición- ejerce sobre el llamado progresismo al encontrar puntos en común contra la España constitucional del 78. Dos misterios de la Historia en uno. Hay una pulsión contra la Transición y la Constitución que conecta a buena parte de la izquierda española con los separatismos que ejercen el supremacismo etno-lingüístico, sin complejos ni contemplaciones, en sus respectivos territorios. Ni que decir tiene que el gran ausente de aquella cita en casa de Roures, Arnaldo Otegui, suscribe todo lo hablado aquella noche de agosto. El líder de Bildu, condenado por secuestro y pertenencia a ETA, como legatario de la banda -no ha pedido perdón ni colaborado en el esclarecimiento de los crímenes que aún faltan por juzgar- no oculta ni el proyecto de secesión ni el de confederación con Navarra, rompiendo España. Por supuesto, la democracia de la que habla nada tiene que ver con la Europa liberal en la que estamos integrados.
El principio de una alianza
La cena de agosto de 2017 significó el principio de una alianza que ahora mismo tiene notables agarraderas en el Congreso de los Diputados. Iglesias suma a sus 32 diputados otros 18 (ERC, 13 y Bildu, 5) para una confortable mayoría absoluta que sin ningún tipo de reparo el presidente Sánchez acepta como garantía de su mantenimiento en el poder. Nada es casualidad. La presencia de Iglesias en Barcelona, con motivo de la manifestación contra el atentado de nueve días antes, abrió las puertas de una relación que ha continuado con Junqueras entre rejas.
Podemos se ha puesto al servicio de quienes más activamente han actuado contra el 78. El recluso Junqueras sabe que tiene ojos y oídos en el Consejo de Ministros. De una manera o de otra, ERC y Bildu tienen como objetivo el derribo de lo que llaman régimen para abrir la puerta a un sistema de soberanías compartidas que balcanicen España. Nada de lo que ocurra será fruto del azar. Hay una alianza, y un acuerdo trabajado por Iglesias con sigilosa habilidad a sabiendas de que Sánchez le consiente todo porque le necesita tanto cómo el presidente a él. Como suele decir el profesor Javier Redondo, son “dos náufragos que se salvan entre si”. Ya se sabe que lo difícil no es llegar, sino mantenerse, e Iglesias solo necesita una primera ve para alcanzar el objetivo. Su tono solemne, grave, anuncia más de una legislatura y un futuro corto a la monarquía constitucional como último valladar de la democracia del 78. Cenando en casa de un magnate se entendió Iglesias con Junqueras. Nada de lo que sucede es casualidad. El azar, para el 22 de diciembre. Dos días después quieren que el Rey pida perdón por defender la ley el 3 de octubre de 2017. Continúa el achique de espacios.