No son pocos los que, al analizar la situación política española y, sobre todo, la pintoresca composición de la mayoría parlamentaria que le permite a Pedro Sánchez dormir en el colchón de La Moncloa y volar en el Falcon y en otras aeronaves del Estado, llegan a la conclusión de que esa mayoría se ha formado gracias a la confluencia de dos circunstancias extraordinarias: el apetito desordenado de poder del personaje y la colaboración de todas las fuerzas políticas que quieren acabar con el régimen del 78.
Y al estudiar ese apetito desaforado de poder de Sánchez, también son bastantes los que llegan a hablar de la existencia en sus comportamientos de algún trastorno psicopatológico. No diré que no se puedan encontrar en él rasgos de los que, en muchos casos, definen a los psicópatas: su extraña relación con la verdad, que le lleva a ignorar la existencia de las hemerotecas, videotecas y fonotecas y a perder el sentido del honor propio pues puede mentir con una arrogancia desconcertante para el que le escucha; su carencia absoluta de eso que se llama empatía y que no es otra cosa que tratar con cierto respeto a los demás, sean éstos los adversarios como Rajoy o los compañeros como Redondo o Ábalos; o su narcisismo un tanto infantil, que le hace creerse el canon de la belleza física y de la elegancia vestimentaria, cuando, presumido, pasea, como un maniquí de El Corte Inglés, unos modelitos que son mucho más cursis y horteras de lo que él se cree.
Pero esos rasgos, que indudablemente posee, no bastan para poner en cuestión su estabilidad psicológica... Aparte de que suspirar por alcanzar el poder es característica común a todos los políticos y no es rara ni censurable.
El ideario Frankenstein
Más útil para comprender lo que pasa hoy en España es analizar la relación que el no psicópata de La Moncloa tiene con los idearios de los otros partidos que forman con él la coalición Frankenstein –y no hay que olvidar que el que la calificó así fue Rubalcaba-: comunistas, chavistas y separatistas. Al abordar este análisis también son muchos los que señalan que Sánchez no ha hecho más que dar otra vuelta de tuerca a lo que ya había iniciado Rodríguez Zapatero, que fue el que trazó la senda de la ruptura con el régimen del 78 con su cordón sanitario al PP (Pacto del Tinell), su sumisión a los separatistas catalanes y su decidida voluntad de acabar con la concordia de la Transición a través de la siniestra Ley de la Memoria Histórica. Considerar a Sánchez un discípulo aventajado de Zapatero parece lleno de buen sentido y, de ese modo, resulta lógico reconocer que, no sólo se encuentra a gusto con los idearios de Frankenstein, sino que encabeza con entusiasmo la tarea de llevarlos a la práctica.
Resulta gracioso, por no decir grotesco, contemplar cómo, ahora, Juan Luis Cebrián y Felipe González dan pellizquitos de monja a Sánchez cuando son ellos dos los que marcaron a Zapatero
Pero hay algo que no suele tenerse en cuenta cuando se enlaza a Sánchez con Zapatero, y es cuál fue la fuente de la que bebió Zapatero para impulsar todas esas iniciativas que, ahora se empieza a comprender bien, buscan cambiar España de tal manera que no se parezca en nada a la del 78. Resulta gracioso, por no decir grotesco, contemplar cómo, ahora, Juan Luis Cebrián y Felipe González dan pellizquitos de monja a Sánchez –que, por cierto, él desprecia con altivez limitándose a mandar a Lastra que los conteste-, cuando son ellos dos los que marcaron a Zapatero el camino que debía transitar con su “El futuro ya no es lo que era” (octubre de 2001).
Ese libro de conversaciones entre los dos máximos gurúes del progresismo hispano lo escribieron deprisa y corriendo en el verano de ese año para poner fin a la línea que Zapatero llevaba desde que le habían elegido secretario general del PSOE en julio de 2000. Recordemos que el primer Zapatero es el del Pacto Antiterrorista y el que apoyó sin reservas que Redondo Terreros y Jaime Mayor Oreja se presentaran a las Elecciones Vascas de mayo de 2001 con el objetivo explícito de formar juntos un gobierno que acabara con la eterna hegemonía nacionalista en aquella tierra. Volver a leer hoy esas conversaciones es una de las mejores formas para entender lo que nos pasa y para entender por qué el Zapatero proclive a entenderse con el PP hasta el verano de 2001 pasó, en ese otoño, a destituir fulminantemente a Redondo Terreros; a alentar cualquier protesta, por absurda que fuera, contra el gobierno de Aznar; y a buscar la unión con los nacionalistas con propuestas que, incluso, superaban las aspiraciones de éstos.
Relaciones con los nacionalistas
En ese libro, que está dirigido implícitamente al bisoño Zapatero de entonces, los dos mandamases del progresismo dejan claras unas cuantas cosas que para ellos son esenciales: que la derecha española es y será siempre franquista, salvo si hace lo que ellos le digan que haga; que hay que revisar la Guerra Civil para que quede claro para siempre quiénes fueron los buenos y quiénes fueron los malos; y que los “progres” tienen que conservar unas relaciones privilegiadas con los nacionalistas, porque con ellos, mal que bien, se alcanzaba el poder, mientras que con la derecha no hay nada que hacer.
¿Cómo pueden criticar ahora a Sánchez, cuando lo que éste está haciendo no es sino llevar hasta el final las admoniciones que predicaron los dos mandarines de nuestro progresismo hace veinte años para que Zapatero las obedeciera?
No, Sánchez no está loco, simplemente es un buen hijo de Zapatero y un mejor nieto de Cebrián y González, aunque quizás ni él mismo lo sepa.