El próximo 15 de octubre llegarán a Madrid, a pie, varias columnas de pensionistas desde toda España para manifestarse en favor de la defensa de unas pensiones garantizadas y dignas. Lo harán frente a un Congreso de los Diputados vacío, pero lo harán. En esa marcha participan junto con otras 250 plataformas de toda España, los muy activos pensionistas vascos, que han mantenido la tensión durante meses y que siguen concentrándose habitualmente en las calles para hacerse visibles e incómodos.
Las pensiones medias en el País Vasco son casi un 25% superiores a las del resto de España. La explicación es obvia: un pasado de grandes industrias, con miles de trabajadores estables, con sueldos comparativamente dignos, derechos laborales y, por supuesto, con cotizaciones acordes con tal situación. ¿Por qué, entonces, los jubilados vascos son los más quejosos que los demás? ¿por qué es allí donde las manifestaciones tienen más eco y son más constantes?
Saben que nadie se atreverá a contradecirles porque son muchos y votan siempre, pero sospechan que les dan la razón como a los tontos
Desde luego algo tendrá que ver que aquellos trabajadores, hoy jubilados, estaban acostumbrados a la lucha sindical y a la organización obrera pero la movilización, aun para los más entrenados en ella, necesita un sentimiento que la empuje. Los pensionistas tienen dos: el miedo y la rabia.
Los trabajadores industriales vivieron instalados en la seguridad de que el trabajo era duro pero que nunca faltaría. Se equivocaban. Fue duro, pero al fin faltó. Las grandes factorías de toda España fueron cayendo o siendo sustituidas por otras más modernas pero con plantillas minúsculas y con ellas se derrumbó la seguridad de que quienes viniesen después podrían construir sus propias vidas sobre lo que sus padres habían levantado. No fue así. De ahí el miedo.
Los jubilados de las grandes industrias se encontraron con lo nunca imaginado, con que sus hijos y nietos, mejor formados que ellos mismos, tenían que volver a empezar de cero, que las grandes fábricas ya no existían y que todos los derechos ganados tras décadas de esfuerzo se esfumaban. No solo eso, sino que muchos de ellos, con sus pensiones, se ven ahora obligados a ayudar a sus jóvenes, compensando como buenamente pueden la precariedad de los nuevos empleos y salarios y, de paso, subvencionando de facto a las mismas empresas que hablan de competitividad y flexibilidad. De ahí la rabia.
Por eso vienen a Madrid y lo hacen andando, demostrando otra vez su capacidad de esfuerzo físico y sufrimiento, los valores que marcaron su vida y que hoy reivindican como mérito para lograr las garantías que no les ofrecen los responsables del fallido Pacto de Toledo. Saben que nadie se atreverá a contradecirles porque son muchos y votan siempre, pero también sospechan que les dan la razón como a los tontos o como a los viejos. Y eso es algo que no contribuye a disminuir su rabia.
El drama asturiano
En España hay actualmente 2,11 trabajadores en activo por cada pensionista. En el País Vasco la cifra es aún peor (1,88 activos por cada pensionista) pero no es la peor de todas, que corresponde también a una comunidad industrial como Asturias, con 1,35 trabajadores por cada jubilado. Que en ambas comunidades las pensiones sean más altas que en otros lugares no solo no tranquiliza sino hace que la alarma sobre su futuro sea aún mayor. Saben tan bien como los demás que con los salarios de sus nietos, que ni siquiera pueden iniciar con ellos un proyecto de vida, no se pueden pagar sus propias pensiones. De nuevo el miedo.
El miedo y la rabia son sentimientos poderosos, frente los que no funcionan el engaño ni el disimulo. Así que cuando, por fin, haya decisores políticos en ese mismo Congreso que los caminantes encontrarán desierto el próximo día 15, convendría que los pensionistas españoles vean que los políticos que elijan dan la cara, incluso para que se la partan, pero que al fin se toman en serio uno de los grandes problemas de Estado, que no va a desaparecer ni se va a arreglar con promesas electorales ni tuits de campaña.