Soy de los que cree que el error de Pedro Sánchez no es exhumar a Francisco Franco del Valle de los Caídos, sino haberlo hecho a cámara lenta. Debió calibrar qué pesa más en una decisión inevitablemente divisoria como esa: extremar la escrupulosidad legal, a riesgo de volver al debate entre las dos Españas, hoy ficticio a más no poder -los menores de 50 años no saben quien era el dictador más que por los libros de historia-, o evitarnos el trago con una acción relámpago.
Pudo Sánchez, como hizo su antecesor José Luis Rodríguez Zapatero en 2004 cuando ordenó sacar las tropas de Irak, ordenó trasladar los restos al cementerio de El Pardo la madrugada siguiente de su llegada a La Moncloa, en junio de 2018; sin cámaras, ni micrófonos, publicando en el BOE casi en tiempo real un decreto-ley justificativo del cumplimiento de la resolución del Congreso al respecto, aprobada por unanimidad en mayo de 2017.
¿Qué juez del Tribunal Supremo u otra instancia inferior se habría atrevido en los meses posteriores a negar la convalidación de algo votado por el máximo órgano de la soberanía popular? Me atrevo a asegurar que ninguno. Y, muerto el perro, -perdón si parezco excesivamente gráfico- no habría ni la mitad de la rabia que puede haber ahora, a poco que la familia Franco y cuatro nostálgicos se empeñen. Una rabia convenientemente amplificada -Todo por la audiencia- en televisión.
Esto va de que la democracia española, exportadora al resto del mundo de 'Transición' como ejemplo de salida al episodio más traumático que puede sufrir un país, no sufra un deterioro de imagen notable
"Esto no va, presidente, de ganar las elecciones del 10 de noviembre, que las tienes ganadas", debería advertir alguien al inquilino de La Moncloa cuando tenga la tentación -que la tendrá- de usarlo en campaña para que le dé votos, veremos si muchos. Esto va de que la imagen de la democracia española, exportadora al resto del mundo Transición como ejemplo de salida al episodio más traumático que un país pueda soportar, una Guerra (in)Civil, no sufra un deterioro de imagen notable. Ni siquiera como farsa televisiva. España no puede, no debe, perder semejante capital político patrimonio de todos.
Porque, si eso ocurre, si revivimos en la calle episodios de exaltación artificial de un franquismo muerto y enterrado hace décadas, quedará en el debe de un PSOE que hace 40 años, de la mano de Felipe González protagonizó justo de lo contrario junto con el rey Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, Manuel Fraga y tantos otros; mal que le pese a Pedro Sánchez...
Ese PSOE tan lejano en el tiempo no firmó -tampoco el PCE- ningún "pacto de silencio", como asegura el cineasta Alejandro Amenábar. Lo que firmaron el antecesor del hoy presidente del Gobierno et altri en 1978, y el pueblo español ratificó, fue la más longeva y fructífera Constitución de cuantas ha tenido este desdichado país, que no ha conocido en su historia otro mayor período de paz y prosperidad; pese a los errores, muchos, la corrupción en primer plano.
Gentes que se habían disparado desde trincheras enfrentadas cuarenta años se sentaron a una mesa, no para echar un manto de silencio -que no había casa en la que no se supiera y, además, en la década posterior se editaron 16.000 libros y rodaron innumerables películas para corroborarlo-; no. Se sentaron para, en acertado diagnóstico de Alfonso Guerra, que sabe de qué habla, firmar "un acta de paz" después de medio millón de muertos... Justo el acta que no quiso firmar el uno de abril de 1939 quien un día de estos va a recibir definitiva sepultura en el cementerio de El Pardo.