El (quinto) riesgo que asume una sociedad (es) cuando cae en el hábito de responder a los riesgos a largo plazo con soluciones a corto plazo
Nada hay peor cosa para la política que ser considerada inútil, inservible. Y, sin embargo, en estos momentos, en buena medida, lo es. La política se ha transformado en una suerte de mixtura entre espectáculo grotesco e inacción permanente. Si la política sobreactúa, se transforma en circo. Si la política inactúa, se hace prescindible. Pero tampoco es bueno que la política esconda sus intenciones, pues se convierte en cínica y mentirosa. Y de todo esto hay hoy en día a espuertas. La penosa campaña electoral que padecemos es el vivo ejemplo de la impotencia de la política y de la pequeñez de unos políticos que están mostrando sus infinitas limitaciones, que no son pocas. Sin liderazgos efectivos, no hay política.
Además, si la política se muestra impotente, la sociedad se paraliza. Y es ahí donde estamos: sumidos en el estancamiento más crudo. En lo público, la inercia es dominante, no la innovación ni las reformas. Solo hace falta echar un vistazo a nuestro entorno: las instituciones públicas están dormidas en una especie de sueño eterno. La parálisis las atenaza. Nada se pacta; nada se hace; nada se prevé; nada se proyecta. Los políticos viven ahora en un entorno de agitación “vacacional”, pues sus responsabilidades públicas están narcotizadas hasta que el largo intervalo electoral y sus secuelas cierren las heridas y cicatricen, si es que se puede. Mientras tanto, lo importante espera. Se agitan, en cambio, las esencias o los problemas existenciales e imaginarios, fantasmas del pasado y odios sempiternos, los que no dan de comer ni garantizan la felicidad de las personas, pero si estimulan hasta la saciedad las emociones más primarias.
La política se ha transformado en una suerte de mixtura entre espectáculo grotesco e inacción permanente. Si sobreactúa, se transforma en circo; si no actúa, se hace prescindible
Ahora todos son ofertas de un mundo feliz que nunca se podrá materializar. Y lo saben. Pero nos tratan una y otra vez, como si fuéramos ignorantes. Los verdaderos problemas de la sociedad se ocultan de forma vergonzante, nadie los saca a debate, pues sus posibles recetas generarían desasosiego, temor, desgarro y distanciamiento de un pacato electorado que, presumen, vive encantando de ser complacido con mentiras piadosas. Piensan que nadie quiere oír lo que no le gusta escuchar. Para esos prestidigitadores políticos que son los directores de campaña, el futuro no existe, al menos en España.
La sociedad digitalizada y las omnipresentes redes sociales nos han transformado en unos seres de dedos inquietos y de mirada cabizbaja, receptores de infinidad de mensajes vacuos o estridentes, según los casos, que se adorna con un me gusta, una réplica amable o una contestación sectaria, cuando no soez. Alimentados y alineados inquebrantablemente con los nuestros, impermeables al resto. Incomunicados, paradójicamente, en la era que se presume más abierta. La deliberación no existe, solo el aplauso cerrado a los míos. El contraste es herejía. La diferencia, maldita. Se obvia, así, la sabia advertencia, hoy totalmente olvidada, de Baltasar Gracián: “Es propio del necio irremediablemente no escuchar”.
Si esto es la política, resulta un pésimo remedio para nuestros incalculables males e innumerables desafíos pendientes, de los que ninguna fuerza política en liza realmente se ocupa
El día 28 de abril y luego el 26 de mayo se irá en procesión a votar, salvo aquellos que se abstengan. La fiesta de la democracia estará, sin embargo, teñida de tonos grises. Solo acudirán ilusionados los fanáticos de unas siglas o las huestes muy menguadas de militantes de esas fuerzas políticas sin nervio ni discurso. Un amigo actor me dijo que iría a votar con una pinza en la nariz, enseñando la papeleta. Metafóricamente, irán muchos así. No pocos acudirán a votar contra los otros y estos contra aquellos. No detecto excesivo entusiasmo, por no decir ninguno. Hay una extraña resignación escéptica frente a lo que vendrá, sea el monstruo finalmente saliente rojo/morado, rojo salpicado, azul/naranja/verde o edulcorado. Pues esto va de colores, cuando no de banderas o de resurrecciones de frentes a los que hay que parar o expulsar de la faz de la tierra, pero nada de ideas y menos aún de propuestas de construcción de un futuro compartido (¿con quiénes?, ¿con esos?, aúllan las fieras de uno y otro lado, bajo aplausos sin par). Se lleva la exclusión y el extrañamiento. Sencillamente decepcionante.
Si esto es la política, resulta un pésimo remedio para nuestros incalculables males e innumerables desafíos pendientes, de los que ninguna fuerza política en liza realmente se ocupa ni al parecer se ocupará. Luego que nadie se queje de que los populismos crezcan desproporcionadamente. La política, como la concibió tempranamente Cicerón, es el arte de lo posible y no un campo de batalla para la defensa de verdades absolutas, que es en lo que la hemos convertido. Una política inútil; para desgracia de todos.