Los españoles hemos alcanzado la inmunidad de grupo frente a la mentira, la incompetencia y la corrupción. La interminable sucesión de incumplimientos, despilfarros y robos ha elevado el listón de nuestra tolerancia hasta límites insospechados. El ascenso al poder de Pedro Sánchez, abrazado a los golpistas de ERC y al brazo político de ETA, ha sido el último clavo en el ataúd de nuestra moral pública. El triunfo del maquiavelismo es total: el único criterio para valorar la actuación de un político es su habilidad para alcanzar y retener el poder. Y el mensaje para la sociedad es claro: no importa falsificar títulos, traicionar promesas electorales, enchufar a amigos y familiares, corromper las instituciones y retorcer las leyes, si al final te acabas saliendo con la tuya.
Así mueren las democracias, y así fracasan los países. La pertenencia al club europeo impedirá que nos convirtamos en otra Argentina, pero no nos librará de un severo ajuste. Los españoles apenas comienzan a percibir las consecuencias económicas y sociales de un sistema dominado por la partidocracia. Desde hace muchos años la renta per cápita, la productividad, el empleo y los salarios están estancados. Lo único que crece en España es el tamaño del sector público y de las clases dependientes.
Seguiremos soportando corrupción, amiguismo, burocracia, injusticias fiscales y políticas identitarias absurdas, pero tendremos una apariencia de “buena gestión”
El funcionamiento de los partidos es en donde, en efecto, hay que buscar el origen de nuestros males. Partidos que han ido extendiendo sus tentáculos a todas las esferas: tribunales, medios de comunicación, grandes empresas, sindicatos… En todas partes colocan a sus peones y condicionan la toma de decisiones, a menudo en contra de la lógica más elemental. ¿Y quién dirige los partidos? El Partido Popular nos ha ofrecido recientemente un ejemplo de cómo funciona la selección de sus élites: después de que un grupo de sus dirigentes, con razón llamados “barones”, forzara la renuncia de su dirección nacional por una reyerta interna vergonzosa, su nuevo presidente fue “aclamado” de forma unánime sin haber presentado ni programa ni equipo, en un encuentro sin rivales ni debate alguno. Miles de militantes le extendían un cheque en blanco en una especie de ceremonia catárquica a la que llamaron “Congreso”. El funcionamiento de los partidos es de todo menos democrático, meritocrático y transparente. Parece que sólo pueden tener éxito aquellos que están dispuestos a dedicarse desde jovencitos a comulgar con ruedas de molino y a hacerle la pelota al jefe con la esperanza de que éste se fije un día en ellos.
Después del fracaso de la “nueva política”, cuyos paladines han acabado copiando las peores prácticas de aquellos a quienes criticaban, ya nadie se atreve a enarbolar la bandera de la regeneración, a prometer reformas que nos acerquen a los países más democráticos y desarrollados. Lo único a lo que podemos aspirar es a una mejor “gestión”. Seguiremos soportando corrupción, amiguismo, burocracia, injusticias fiscales y políticas identitarias absurdas, pero tendremos una apariencia de “buena gestión”. Tal vez en eso consiste la “política para adultos”: resignarse a no pedirle demasiado a los políticos, y a ser tratados como menores