He defendido desde hace muchos más años de los que lleva este Gobierno a cargo de España que la Justicia ha sido perforada políticamente en sus estratos más altos. Desde la triste “reforma Bandrés”, cuando se cambió el sistema de elección de los vocales del CGPJ, elegidos ahora formalmente por las Cortes, pero en la práctica por los partidos en razón a su fuerza parlamentaria, comenzó una deriva que no ha hecho sino empeorar con cada nuevo gobierno, fuera del PP, del PSOE, o, como ahora de coalición entre varios partidos. El riesgo de lo que ocurre ahora lo advirtió el Tribunal Constitucional en la Sentencia 108/1986, de 29 de julio, donde dijo lo siguiente:
“Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. …. La existencia y aun la probabilidad de ese riesgo, creado por un precepto que hace posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la norma constitucional, parece aconsejar su sustitución, pero no es fundamento bastante para declarar su invalidez, ya que es doctrina constante de este Tribunal que la validez de la ley ha de ser preservada cuando su texto no impide una interpretación adecuada a la Constitución”.
Desde entonces PSOE y PP han elegido a vocales afines en el CGPJ en proporción a su potencia parlamentaria (algo contrario al “espíritu constitucional”), y esos vocales, a lo largo de casi 40 años, han ido configurando una jerarquía de la Carrera Judicial con jueces del sucesivo agrado político de quienes dominaban el CGPJ. La Fiscalía es aún peor, puesto que el jefe del Ministerio Fiscal lo elige libremente el Gobierno, y el elegido designa –según tenga mayor o menor pudor- a fiscales afines a los más altos puestos de la Fiscalía, donde mantienen la categoría adquirida cuando su benefactor cesa en el puesto. Que esto es un desastre para el estado de derecho lo venimos diciendo algunos desde hace mucho tiempo. No somos equidistantes entre dos partidos que han abusado, estamos en contra de ese proceder, lo haga quien lo haga y lo han hecho los dos.
Desde entonces PSOE y PP han elegido a vocales afines en el CGPJ en proporción a su potencia parlamentaria (algo contrario al “espíritu constitucional”), y esos vocales, a lo largo de casi 40 años, han ido configurando una jerarquía de la Carrera Judicial con jueces del sucesivo agrado político de quienes dominaban el CGPJ
Lo que se busca con la politización política es influir en el Poder Judicial y les ha convenido a PP y PSOE hacerlo (con la complicidad o silencio de la casi totalidad de los demás partidos) a lo largo de las décadas. Y eso es ciertamente muy grave, y por eso se denuncia una y otra vez desde sectores de la Justicia, porque la politización es contraria a la percepción de imparcialidad y, además, guarda relación con la corrupción. Pero ahora se va un paso más allá y un paso muy grave. Esa politización -que han generado los políticos en su beneficio- se utiliza para suscribir unos Acuerdos de investidura que parten de la base de que no solo se han colocado jueces y fiscales afines ideológicamente al poder, sino que esos jueces y fiscales han prevaricado en sus resoluciones en contra de adversarios políticos de quienes les colocan. No se prueba, no se denuncia ante los Tribunales, simplemente, se dice y se toman medidas legislativas como si eso hubiera sucedido.
Se traen como ejemplos la actuación de algún juez condenado por prevaricación, dando un sentido conspirativo político partidista a lo que en realidad es la actuación individual de algún juez corrupto que debe pasar por ello por la cárcel por haber recaído condena. Para defender la existencia del lawfare no les hace falta denunciar o investigar: les basta escarbar en quien nombra a quien y atribuir al nombrado, por ese hecho, la calidad de combatiente jurídico por la causa política de quien le nombra. Pero todo eso es, en realidad, mentira. Una mentira muy dañina, pero mentira. Son argumentos de ahora que no buscan corregir la politización (como sería volver al sistema anterior de elección de los vocales del CGPJ a la reforma Bandrés y establecer filtros a la capacidad de elección del FGE por el Gobierno: ¿La fiscalía de quien depende?). Al revés, se busca mantener el sistema actual (contra el cual se alza ahora con firmeza, y yo me alegro mucho, el PP, si bien estoy seguro de que arrastrarán durante mucho tiempo la vergüenza de haber sido cómplices de la devastación de la Justicia en España) y aún se toman medidas como la de elegir como Fiscal General a una cesante Ministra de Justicia, sin que nadie considere nada parecido al lawfare a ese tipo de prácticas. Digo que es mentira porque detrás de ese argumentario, del que nada bueno va a salir para la democracia en España, está la publicitada necesidad de disponer de siete votos de un partido político que los cede a cambio de varias condiciones, y, entre ellas, una amnistía para sus dirigentes condenados por gravísimos delitos. Y esa amnistía precisa de un relato, que es precisamente, la afirmación de la condena de esos dirigentes por razones políticas, no jurídicas. Ese proceder irresponsable, ahora, encuentra la réplica por un Portavoz en el Senado de que en realidad el lawfare existe pero en los jueces afines a otros partidos. Todo una locura.
Esa mentira, aceptada por el Gobierno como alternativa a unas nuevas elecciones, va camino de quebrar (si no lo ha hecho ya) los consensos sobre los que se ha construido nuestra democracia desde la Transición. Esa línea de devastación que padece nuestro estado de derecho se concentra en el Poder Judicial, que es el más débil de los poderes del Estado porque es un poder disperso, porque no hace las reglas por las que se rige, y sobre todo, porque necesita de autoridad, de reconocimiento, de confianza de los ciudadanos. Sin eso, el camino para los mayores despropósitos se está dibujando.
Quizá todavía es tiempo para reflexionar en el país que quedará cuando pase esta fiebre, porque reconstruir la confianza en la Justicia –y por tanto en la democracia- no es tarea fácil si se acusa desde la Tribuna parlamentaria, con fundamento en unos Acuerdos de investidura, sin proceso ni pruebas ni sentencia, de prevaricación a los más importantes jueces del país como camino a dar consistencia a una amnistía que ataca principios fundamentales de nuestro sistema constitucional.